La adolescencia suele ser el tiempo de los grandes y deslumbrantes hallazgos. Primero, de niño, aprendí los libros que mi padre tenía en la cómoda de cristales y visillos. Allí había literatura clásica, volúmenes de historia encuadernados en piel, novela negra, aventuras, periodismo. Mi primera lectura infantil, si no recuerdo mal, fue Reportajes pintorescos, un libro del periodista Fernando Barrago Solis, edición ya amarillenta del año 34. No comprendí bien los contenidos porque era aún muy crio y, además, había otras tentaciones en los anaqueles como Alejandro Dumas, Emilio Salgari, Julio Verne, Rudyard Kipling, Robert Louis Stevenson, Edgar Alan Poe, S. S. Van Dine, Agatha Christie, y otros extraordinarios autores con cuyos maravillosos personajes viví no sé cuántas vidas. Lo que me atraía de Reportajes pintorescos era su connotación periodística, con la que toda mi familia estaba involucrada por el oficio de mi padre, que era linotipista del periódico El Faro de Ceuta y nos tenía bien nutrido de lectura.

Pero el deslumbrante hallazgo de mis primeros años jóvenes al que me refiero tuvo lugar un 23 de abril en un precioso paseo llamado Ramblas de una ciudad llamada Barcelona, la urbe más europea y moderna de España, entonces y ahora. Fue una tarde de gloria en la que por el deseo elogiable de mi familia catalana me vi metido de lleno en una riada humana que desprendía un fuerte aroma a cultura.

Una enormidad de puestos provisionales de libros se alternaba con otra inmensidad de floristerías. La gente compraba libros y adquiría rosas. Los hombres regalaban rosas a las mujeres y éstas obsequiaban con libros a los hombres. (La tradición evolucionó hacia la igualdad y hoy el libro y la rosa y la rosa y el libro se intercambian por igual entre damas y caballeros.) Era la Fiesta del Libro, el Día de Sant Jordi, patrón de Cataluña. Nunca me hubiera imaginado, aunque en realidad era todavía un pipiolo, que la gente pudiera reunirse en torno a los libros y a las rosas y armar una gran fiesta popular que cada año crece y se multiplica.

Una cosa era, para mi, amar la lectura desde muy niño y otra bien distinta asistir al maravilloso y espontáneo espectáculo de la entronización callejera y multitudinaria del libro. Súbitamente comprendí, y ese fue realmente mi descubrimiento, que el libro era, en realidad, el nombre que le habían puesto, para hacerla más del pueblo, a la cultura. El libro es la cultura. Todo lo que abarca la cultura está en los libros. Toda la vida, todas las vidas, y más allá de las vidas, está en los libros. La historia, las artes, las ciencias, el universo, el conocimiento y hasta la imaginación que navega por encima del conocimiento, todo, todo, se halla en el interior de los libros.

Aquel 23 de abril marcaría un antes y un después para aquel adolescente. Los libros de la infancia dieron paso a otros más profundos aunque menos divertidos. Las Ramblas, un hervidero de inquietudes vitales, de alegrías, de esperanzas, se convirtieron en la Meca de la Cultura que habría que disfrutar, al menos, una vez en la vida.

Hoy, por decisión de la Unesco, se celebra el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor. Dicen que este día, del mismo año (1616) murieron los dos grandes genios universales de la literatura: el inglés William Shakespeare y el español Miguel de Cervantes. No sabéis cuánto me alegro haber descubierto que el libro es el nombre verdadero de la cultura.