Un mundo sin trabajo es el que ya se vislumbra en el horizonte. Un mundo en el que las máquinas habrán sustituido a los hombres a un ritmo acelerado. Todo gracias sobre todo a la llamada «revolución digital».

¿No lo tenemos ya ante nuestros ojos? Llega uno al aeropuerto y se dirige a unas máquinas en lugar de a mostradores atendidos por personas. Allí se encuentra con una pantalla que da instrucciones sobre los pasos que debe seguir con el pasaporte y le expedirá la tarjeta de embarque.

Antes habrá sacado el billete no en una agencia de viajes, como se hacía antes, sino tranquilamente desde casa gracias a internet.

Algo parecido ocurre en los supermercados o en cualquier tipo de grandes superficies, donde se invita al comprador a pasar la mercancía por un lector electrónico para ver el precio antes de pagar con una tarjeta.

O en el metro, donde han desaparecido casi todas las taquilleras, sustituidas también por máquinas que expiden automáticamente billetes o abonos mensuales.

Y ¿quién no se ha desesperado cuando, ante algún problema, tiene que llamar a un centro de atención al cliente donde escucha sólo mensajes pregrabados?

Ya son realidad los coches sin conductor, con lo que pronto no harán falta chóferes para los autobuses o los camiones. En Estados Unidos se han desarrollado incluso programas informáticos capaces de redactar noticias deportivas breves. No hay profesión que esté a salvo.

Es algo que había previsto uno de los economistas más citados en los últimos años debido a la crisis: el británico John Maynard Keynes. El autor de esa obra canónica que es La teoría general del empleo, el interés y el dinero advirtió en 1930 de una «nueva enfermedad», que llamó «el desempleo tecnológico».

Y es lo que mucho antes, hace ahora dos siglos, con el comienzo en Inglaterra de la llamada revolución industrial, intuyeron los llamados «luditas», que se dedicaron a destruir los primeros telares mecánicos por temor a quedarse sin trabajo.

Desde entonces, el proceso de automatización, entonces en sus comienzos, no ha dejado de acelerarse. La ley de Moore -por Gordon E. Moore- establece que el número de transistores en los circuitos integrados se duplica cada dos años. Y mientras suben las prestaciones de los ordenadores, bajan los precios.

Es un proceso que si en un principio afectaba sobre todo a quienes trabajaban en la gran industria al ser sustituidos los trabajadores por robots en las cadenas de montaje, se extiende cada vez más a sectores nuevos como los servicios.

Si antes se creía que con los cambios tecnológicos, la destrucción de empleo en un sector determinado quedaría más que compensada por la creación de nuevos tipos de trabajo en otros, hoy comienza a cundir el pesimismo.

«Cuanto más nos fijamos en los datos, más nos percatamos de que, pese a sus efectos económicos positivos, el progreso técnico entraña graves peligros», explican, por ejemplo, Andrew McAfee y Erik Brynjolfsson, economistas y directores del Center for Digital Business del Instituto de Tecnología de Massachusetts.

Ambos científicos, autores del libro Race against the Machine (La Carrera contra la Máquina), hacen un preocupante balance de la revolución digital, de la que dicen que destruye más empleo que el que crea.

La primera década de este milenio fue la primera desde la depresión en Estados Unidos que terminó con menos empleos de los que había al comenzar, y ello pese a que se multiplicó, como nunca lo había hecho antes, la productividad per cápita.

Al aumentar el desempleo, los trabajadores que logran conservar sus puestos de trabajo se ven obligados a aceptar salarios cada vez más bajos y condiciones laborales más precarias.

La pregunta que lógicamente se plantea es que si cada vez hay más gente sin trabajo y quienes todavía tienen la suerte de encontrar un empleo ganan cada vez menos, ¿quién va a comprar los productos que se fabriquen? ¿Un mundo sin trabajo no será también un mundo sin consumo?