Desde que vi a Sandra Barneda en la televisión (Telecinco, antes La Noria, ahora El Gran Debate y en De buena ley) quise saber de ella, buscarla, encontrar la raíz de su risa, de su sonrisa, de su aplomo y también de su inseguridad. O de su inseguridad llena de aplomo. Como una mujer cuya perplejidad le viniera de dentro, de donde proceden las miradas vulnerables que parecen, sin embargo, sólidas o indestructibles.

Por alguna razón que sólo conoce la intuición imaginé que detrás de esa mujer que ahora tiene 37 años y ya está nimbada por la fama popular o periodística había algo más hondo que lo que revela el plasma, esa traicionera manera de hablar que tienen las imágenes de la tele, que tantas veces ocultan lo más notable de la calidad de las personas. Así que un día quedé con ella, en un bar de desayunos, donde almorzamos en medio del ruido que provocan las miradas que caen sobre las personas famosas como una plaga de curiosidad sin otro destino que decir luego: «Ahí estaba Sandra Barneda».

Ella tuvo en ese primer encuentro la franqueza de la autobiografía, y yo la encontré una mujer sincera y directa, alguien que estaba desarrollando por dentro, eso pensé, una historia paralela, que no tenía que ver sólo con su dedicación periodística, que ya era de alto voltaje, obligada, en El Gran Debate, donde comparte cartel con el director del programa, Jordi González, a poner en orden datos y opiniones que muchas veces (demasiadas) ocasionan rifirrafes ruidosos entre los animosos (y tantas veces enesmitosos) contertulios. Me dijo que es hija de un padre artista, que en su casa se vivió la época hippy que hizo que nuestra generación pensara que la vida era eterna. Me habló de su ya larga carrera periodística y de sus ansiedades en torno al oficio. Me contó también que estaba metida en una novela. No me dio más detalles, y seguí viéndola en la televisión: alguna vez, mientras tanto, la vi en persona, acompañada de su inquietísimo editor, su amigo Pablo Álvarez, de Suma de Letras, e imaginé que ese proyecto novelístico estaba siendo hibernado en medio de sus ocupaciones, esos dos programas que lleva en Telecinco. Pero no. Se ve que esta mujer que jugó al baloncesto porque estaba más cerca del aro que de la tierra tiene la constancia que hay en sus ojos, la penetrante mirada que ordena de un golpe el tiempo que tiene por delante y que no deja aparcado un proyecto, sobre todo si éste tiene que ver con su decisión espiritual de vivir en paz.

La novela está aquí, es un volumen que en efecto ha editado Suma de Letras y esta semana se presentó en Madrid, con Mercedes Milá de contertulia. Antes de la presentación había caído una enorme tormenta sobre la ciudad. Y ella estaba serena e inquieta a la vez; por su cara circularon muchas maneras del aplomo y del desconcierto, como siempre pasa cuando uno está ante un acontecimiento que ha buscado y que cuando va a ocurrir se presenta como un instante intruso. La tormenta se nos puso a los dos en la cabeza, y terminamos compartiendo un Ibuprofeno.

Siempre que alguien presenta su primer libro (¡y aunque sea el décimosexto!), vibra la inseguridad que todo autor lleva como acicate para escribir y como miedo por haberlo hecho. Esa inseguridad es el motor de los escritores. La vi en un bar que está cerca de su casa, en lo más hermoso, grandioso y pueblerino del barrio de Santa Ana, donde se alternan los viejos bares de vinos con los modernos locales que vienen de otras funciones. Y donde nos sentamos fue en lo que en otro tiempo había sido una carbonería.

Era, digamos, la segunda vez que iba en busca de Sandra Barneda, a comprobar qué hay en su mirada llena de vitalidad y desconcierto, de inseguridad y de aplomo, de desafío y de esperanza. En esta ocasión ya llevaba el libro leído, Reír al viento. Me la leí como si estuviera viajando con ella, con la protagonista, pero también con ella. El resultado de una aventura imaginada en Bali por una mujer de 43 años que escribe libros de autoayuda, acaba de romper una historia sentimental, deja atrás a su compañero y a su hijo y se adentra en Bali en una aventura que empieza bien, sigue mal y se reconstruye gracias a la belleza y a la bondad de las mujeres que se cruzan en las vidas de la protagonista. No es una autobiografía, pero resulta inevitable atribuir rasgos autobiográficos a una primera novela. Los libros son fantasías, es inevitable que alguien vea ahí esos rasgos, pero la historia es inventada, me dijo.

Quise saber cómo compaginaba el ruido de la fama con ese ánimo soliviantado, en busca del sosiego y de la paz, que transmite en su novela. Me pareció, leyéndola primero y oyéndola después, que en el fondo de la vocación cuyo resultado estrena late ahora la necesidad de viajar aún más lejos; dice que su próxima novela también será sobre mujeres, pero en otro tiempo. Quizá, diluirá esta manía que tenemos de creer que aquello que se escribe en primera persona es autobiografía. Quizá. Ahí está Reír al viento. Me dijo que su madre estaba muy orgullosa del libro. Ha hecho muchísimas cosas Sandra en la vida, pero ese volumen es lo que más enorgullece a su manera. Tiene motivos. Este libro es un itinerario para seguir en busca de Sandra Barneda; ella está también tratando de encontrarse.