Llamarse bosón de Higgs es demasiado pedestre, pero si te denominan «partícula de Dios» ya tienes asegurados los titulares. Lo cierto es que el sobrenombre místico-religioso de la partícula que representa el cuanto del «campo de Higgs» es fruto de una casualidad, pero se ha convertido en su mejor eslogan.

Leon Lederman, premio Nobel en 1988 por sus investigaciones en los neutrinos y cazador de uno de los quarks, escribió en colaboración con Dick Teresi un libro en 1996. En él hablaba sobre el célebre bosón, la pieza teórica y entonces aún no detectada que faltaba para completar esa descripción última de la realidad que es el «modelo estándar». Lederman y Teresi llevaron a los editores su manuscrito, titulado The goddamn particle. La traducción sería algo así como «La partícula maldita (o puñetera)». El título no gustó al editor, que lo consideró demasiado coloquial, y lo cambió por The God particle. Y de ese excelente libro de divulgación nació el sobrenombre de «partícula de Dios» o «partícula divina» que exaspera a los físicos, pero que sorprende y atrae a los profanos.

Nada hay de teológico en el bosón de Higgs, aunque en cierto modo es el responsable de que la masa haya permitido que nuestro universo sea tal cual lo conocemos y en última instancia estemos aquí usted y yo. Pero si quiere ver algo maravilloso detrás de todo esto piense que Peter Higgs y otros propusieron hace casi 50 años un mecanismo teórico que permitía cuadrar las complejísimas matemáticas de la teoría del modelo estándar. Para ello necesitaron únicamente de lápiz, papel y sus mentes. Esas mentes y otras más calcularon cómo podría detectarse esa partícula y en qué rango de energías. Y miles de personas construyeron el aparato más sofisticado de la historia de la humanidad, el Gran Colisionador de Hadrones, para encontrarla. Y... ¡allí estaba! No me negarán que eso sí es «divino».