Hace un montón de años me recomendó un amigo la por entonces última biografía del Marqués de Sade. No resultó precisamente agradable su lectura, pero me suscitó el interrogante de si lo que originaba el placer salvaje a que se entregaba Sade era la plena conciencia de la transgresión moral más absoluta, de modo que a mayor transgresión mayor pulsión erótica. De ser esto así (los psicólogos sabrán), el sadismo puede encontrarse, al menos «in nuce», en todos los seres humanos, cuyo lado oscuro nunca deja de sorprendernos, aunque debiéramos estar ya curados de espanto. La poética Margarita de Bulgakov, en cambio, audaz y sensata al mismo tiempo, comprendía que, incluso siendo completamente libre e invisible, también en el placer había que conservar la razón.

Ahora bien, el libertinaje inmisericorde de Sade puede verse igualmente desde la perspectiva de la sociología histórica. A él se refirió Antonio Elorza en un artículo de principios de 2011 titulado «El regreso de Sade», dedicado a la líbido prepotente de Silvio Berlusconi. «Sade, escribió Elorza, pertenece al orden moral de la reacción aristocrática previa a 1789, donde el privilegiado disfruta de un pleno poder sexual sobre los inferiores». Y respecto al caso de Don Silvio, Marqués del Bunga-Bunga y amo de Italia, concluía: «De la reacción aristocrática del tiempo de Sade hemos pasado al nuevo privilegio fruto de un capitalismo especulativo».

Las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX acabaron con la desigualdad jurídica, pero no con la dominación social. Así, la propia igualdad ante la ley, aun consagrada en los códigos constitucionales, sufre de continuo los embates de los grandes señores de la economía, que siempre pretenden regresar al privilegio jurídico, o sea, al fuero de un derecho propio, específico de su peculiar posición social. Cuando las instituciones estatales desfallecen en su misión de garantizar la igualdad formal, la desigualdad material salta la barrera que la separa del Estado, de manera que, secuestrado éste, la dominación de las clases socialmente hegemónicas se desnuda del molesto ropaje del Derecho. Berlusconi es un buen ejemplo de ello, en su pertinaz afán de alcanzar la más completa inmunidad penal, objetivo al que sacrifica sin titubeos la estabilidad y la gobernabilidad de la República Italiana y la dignidad de Italia como Estado de Derecho.

El retorno de los privilegios va más allá, sin embargo, del tinglado político y mediático berlusconiano. Hay en Europa una reacción neoaristocrática, en la que confluyen empresarios, financieros y políticos decididos a destruir las modestas conquistas sociales de los últimos cien años y a sustraer a la actividad económica privada de todo control y regulación efectivos. Cuando en 1989 cayó el muro de Berlín, no sólo se inició el desplome de los Estados comunistas europeos y de los propios partidos comunistas occidentales, algunos electoralmente muy importantes, sino que también comenzó a desvanecerse el exageradamente denominado «Estado del Bienestar». Progresivamente liberadas de todo temor a la revolución, las clases dominantes europeas han encontrado en la Gran Recesión la coyuntura ideal para debilitar al Estado -en manos de partidos financiados y mediatizados por el entramado bancario-empresarial- y sojuzgar sin contemplaciones al resto de la población. Tanto la Comisión Europea como los gobiernos nacionales, preocupados únicamente por la voluntad de los mercados bursátiles, han abandonado a su suerte a una ciudadanía empobrecida gracias a una política económica de dementes o de cínicos. El resultado hasta el momento se traduce en 27 millones de parados y la política social lleva camino de reducirse a una forma de beneficencia. La asistencia sanitaria, la educación, la investigación científica, las infraestructuras, el sistema de pensiones€, todo será devorado por la ideología del talibanismo liberal, que exige jibarizar lo público. Parece que sólo nos espera la glaciación de una nueva Edad Media y un futuro de servidumbre, cuando no de castas.

La desigualdad ha crecido tanto en Europa en los últimos años (incluso en la macroeconómicamente rica Alemania), que ya no es cuestión de discutir acerca del dilema entre políticas de austeridad y políticas de expansión, sino entre políticas de desvertebración y políticas de transformación social. Una derecha emocionalmente inteligente podría desarrollar una política keynesiana, haciendo suya la máxima de J. K. Galbraith de que «el único remedio fiable para la recesión es una demanda sostenida por parte de los consumidores». Pero no tenemos una derecha emocionalmente inteligente: ni en Bruselas, ni en Berlín ni en Madrid. En cuanto a la izquierda, hace bastante más de medio siglo que renunció a un modelo cualitativamente diferente de la democracia de mercado. Por supuesto, no tiene al presente el menor interés en abordar un proceso de profunda renovación ideológica que conlleve una propuesta de abandono del actual modo de producción. En suma, la izquierda carece de un paradigma alternativo.

Así las cosas, cautivos y desarmados por la globalización, el austericidio, el paro masivo y un provenir de «minijobs», sin capacidad de respuesta tras la rendición de cualquier utopía, no nos queda sino esperar las dentelladas de los nuevos Sade, esos que convierten la economía y el antaño sagrado recinto del Estado en un prostíbulo de violencia y humillación a su exclusivo servicio. Los nuevos aristócratas, pronto brahmanes cuando destruyan los restos de la igualdad ante la ley, están dispuestos a transgredir cualquier orden moral que se les oponga.

*Ramón Punset es catedrático de Derecho Constitucional