Adquirir un yate mínimamente decente, un yate que mire el mar y sus misterios insondables por encima del hombro, cuesta bastante dinero. Cuesta tanto dinero que es necesario ser rico para poderlo comprar y, una vez comprado, mantenerlo. Cuesta tanto como llenar de inmigrantes ilegales unas trescientas pateras, que también son, a tenor de lo que tienen que abonar sus pasajeros a las mafias de ese negocio, embarcaciones de lujo. Cuesta tanto como el salario anual de unos 1500 cajeros de supermercado. En fin, no sigamos por esta senda, que muchos tildarían de peligrosamente demagógica, y centrémonos en lo importante.

Lo importante es que comprar un yate vistoso cuesta un dinero que la inmensa mayoría de nosotros no ha visto ni verá en su vida. Pongamos que cuesta lo que les costó a los empresarios mallorquines que le ofrecieron gratis al rey, a nuestro rey Juan Carlos, el yate Fortuna: 18 millones de euros. Una barbaridad. Pero a él se lo regalaron, como antes le había regalado el primer yate bautizado con ese nombre de diosa griega el rey Fahd de Arabia Saudí en el año 1979. Esos empresarios, a razón de 600000 euros por barba (más un par de millones y medio que puso del erario público el Gobierno de Baleares, lo que significa que también usted y yo le regalamos una parte de ese yate al monarca), entregaron, en agradecimiento a lo que hace por la buena imagen de la isla en el mundo, ese yate de 41.5 metros de eslora cuyo depósito de gasolina engulle 20000 euros cada vez que es llenado y que, cuando sale de puerto con tan regio pasaje a bordo, necesita ser escoltado por la Armada Española y un helicóptero.

Pero el rey, o sus asesores de imagen, que no solo la imagen de las Baleares está en juego en este asunto, se ha dado cuenta de que en tiempos de crisis y austeridad no quedaba bien verle a él surcar los océanos y bronceándose a decenas de millas náuticas del sufrimiento cotidiano de sus súbditos. A los reyes antiguos una cosa así les hubiera traído al pairo, que para eso lo eran por derecho divino, pero a los actuales, a los reyes de las democracias parlamentarias, no se les escapa que necesitan, para seguir siendo, ejem, necesarios, hacerse un hueco en el corazón y la conciencia del resto de los ciudadanos. Algo que en España la actual familia real está perdiendo a chorros, como si se hubiera abierto una vía de agua por debajo de la línea de flotación, por culpa del caso Urdangarin, por las meteduras de pata cinegéticas (y otras) del propio Juan Carlos I y por la pérdida de gancho mediático y social que están sufriendo, arrastrados por estas circunstancias y su propia sosería innata, los demás miembros de la misma.

Así que el rey renuncia al yate y los empresarios que se lo regalaron se han apresurado a pedir que les sea devuelto a ellos. Lo que no han dicho es qué pasaría en ese caso con las exenciones fiscales, según cuentan los periódicos conveniente y perfectamente legales, que consiguieron a cambio de sus donativos, pero no hurguemos tampoco por ahí no vaya a ser que de nuevo nos acusen de demagógicos. Pero ya que devuelve algo tan caro, ¿no sería mejor que nos dejaran disfrutarlo unas horas por turnos a cada familia española? A escote el gasoil, eso sí, pero sin necesidad de ser escoltados por ningún ejército, lo cual ya sería un gran ahorro para el Estado.