No dejo de preguntarme por qué. Por qué esa indiferencia, por qué ese hacer como si no estuviera ante ellas. No es lo habitual, no es algo conocido. No es la típica mueca, el rápido movimiento de ojos fugaz, mortal, que tras encontrarse con los míos busca la complicidad de otro par, con sombra de ojos a los que decirle, en un pestañeo, sácame de aquí. Eso es hasta divertido en ocasiones. Si no para uno mismo, al menos para el personal. Y es algo a lo que uno se acostumbra. No. Esto es otra cosa. Esto es distinto.

De ellos, francamente, me da igual. Sus tupés de vértigo y sus rebecas que, me da igual lo que digan las modas, son propias de octogenarios, no prometen absolutamente nada que me pueda interesar, por bajo que sea el precio. Es por ellas por quienes mi alma cree haber abandonado ya esta existencia, dejando a su suerte a mis ochenta kilos vagando con la sensación de no pertenecer ya a este mundo.

Volverá a pasar dentro de unas horas, como pasó anoche y como ha venido ocurriendo desde hace muchos meses. Meses en los que recorro las calles del Centro como, qué se yo, un espíritu errante de otro tiempo, salido de alguno de los históricos edificios en ruinas que pueblan un laberinto de callejuelas y socavones entre los que la gente, los vivos de Málaga, buscan en el fondo de un vaso o en un estribillo machacón la escapatoria a una realidad que dejan metida en el armario durante el fin de semana.

Recorro, ya les digo, la parte de calle Granada no declarada zona catastrófica. Remoloneo en la plaza del Siglo. Paso un par de veces por Uncibay y jugueteo con un móvil sin cobertura, batería ni politonos en la esquina de Beatas con calle Cárcer. Nada. Y aprovechando mi estado casi etéreo, fantasmal, observo buscando una explicación a este castigo, y entonces lo veo claro. Compruebo al fin cual es el pasaporte necesario para ganarse una sonrisa; para que alguien se interese por dónde voy a ir a pasármelo bien esta noche; para descubrir el último grito que supone echarle pepino al gin tonic (un grito, desde luego, pero en el cielo). Cual es, al fin, la causa de que esos ojos verdes no se detengan en los míos, y me deseen una buena noche mientras me tienden una tarjeta con las coordenadas de la felicidad.

Y no lo entiendo, sinceramente, porque yo voy siempre acompañado de mi soledad. Y mi soledad y yo somos dos, y ella también tiene sed.

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