Tras el enésimo partido memorable que Rafa Nadal nos concede y la eliminación de Tsonga por parte de David Ferrer, Francia sigue más que nunca en el diván del psicoanalista para tratar de entender porqué han perdido la cuenta de los años que hace que ninguno de los suyos tiene opciones de ganar un Tour o un Roland Garros, mientras ve cómo los nuestros arramblan con lo que pillan, y de qué manera. Particularmente hiriente es que sea Nadal quien esté a punto de conseguir más Roland Garros que nadie, ya que el antipático público parisino nunca le ha tratado ni medianamente bien de lo que merece. En el pecado llevan su penitencia: ya deberían saber que cada grito de ánimo a favor de Federer o Djokovic (más estilosos y elegantes que el español) actúa como una motivación extra para que el mallorquín corra más, se estire más, grite más, sufra más. Inasequible al desaliento y con una actitud ante las circunstancias de los partidos importantes que le hace un jugador único del mundo, la victoria que tuvo el viernes es especial porque Nadal, en su grandeza, es frágil: ha estado siete meses fuera de las pistas, sufre desde hace años dolores en las piernas, cada vez tiene más tics, está lleno de tiritas en los dedos y de cintas en sus rodillas. Todo ello fruto, imaginamos, de su forma de jugar siempre al límite, hasta la extenuación, agónica, sin descanso. Rafa Nadal es una especie de «Braveheart» tenístico que posiblemente le convierta en el mejor deportista español de toda la historia, y durante muchísimo tiempo.

Ojalá que Ferrer -tras Nadal, seguramente el segundo jugador más correoso y granítico del circuito- le planté cara, le obligué, y le encimé con bolas altas para obligarle a jugar otra vez al límite. Llega más descansado, en su mejor punto de madurez y con todo el merecimiento para ganar un grande, así que cuidado, que hay final.

Por todo ello los franceses, mal que les pese, tendrán que aplaudir y animar hoy a un español, a uno u otro. Desde hace tiempo, además, los que siempre hemos creído que Francia era un país al que había que admirar con envidia (por su laicismo, por su sistema de enseñanza pública, o por la defensa de su industria cultural) asistimos atónitos y avergonzados ante la respuesta que está dando una parte importante de su sociedad a la ley que permite casarse a los homosexuales: al lado de alguna de sus reacciones, Rouco Varela parece un socialdemócrata sueco, y de los moderados. Al final, resulta que los franceses no son tan cultos, ni tan tolerantes, ni tan liberales, ni tan envidiables como pensábamos, qué se le va a hacer.

En fin, ya que están tan tensos últimamente, que se relajen un poco y, como ni les va ni les viene, que disfruten del partido de hoy en la pista central: mientras los nuestros ganan las finales, a ellos siempre les quedarán sus guiñoles.