¿No debía servir la revolución digital para ampliar y profundizar la democracia, desmontar las mentiras del poder, derribar tiranías en los más apartados lugares del planeta y «empoderar» como se dice, a los ciudadanos? Pues resulta que todo es mucho más complicado de lo que sostenían los optimistas «a la americana» y, como temían otros y se han encargado de demostrar los hechos, las nuevas tecnologías son a la vez un poderoso instrumento de vigilancia de los ciudadanos. Un instrumento, como han revelado ahora medios británicos y estadounidenses, de control planetario.

Poco han durado en efecto las esperanzas que los más optimistas pusieron en la elección del demócrata Barack Obama como primer presidente negro de Estados Unidos.

¿No iba a acabar con ese pozo de ilegalidad en terreno ocupado que es Guantánamo? ¿Y no iba también a poner fin a los excesos de la ley conocida como Patriot Act, promulgada en 2001 por su predecesor republicano con el proclamado objetivo de luchar contra el terrorismo planetario?

Pues resulta que ha ocurrido todo lo contrario: no se cerró la ignominiosa base en suelo cubano, continuó y se reforzó el espionaje de ciudadanos extranjeros, pero también norteamericanos por parte de la Agencia Nacional de Seguridad. De paso aumentaron los ataques de los aviones no tripulados -los famosos «drones»- contra supuestos cabecillas terroristas en lo que no son sino ejecuciones extrajudiciales con su inevitable acompañamiento de «víctimas colaterales». ¡Triste balance para un exprofesor de Derecho constitucional!

Y todo ello con el único propósito de acabar con los bad guys, con los «malos», como afirma Obama con el mismo lenguaje simplista que su predecesor. Parece en efecto que la Casa Blanca imprime carácter. No se trata, es cierto, de instaurar un régimen policial como el que hubo en la República Democrática Alemana o en la Rumanía de Ceausescu. El nuevo Gran Hermano planetario no se parece tampoco al que describió George Orwell en 1984. Tampoco lo necesita. Sus métodos son menos invasivos, mucho más sutiles.

¿Cuántos ciudadanos consideran además su intimidad amenazada? Una intimidad a la que tantos renuncian voluntariamente cada vez que utilizan esas nuevas tecnologías, que, como se ha demostrado, permiten que el poder vigile cada uno de nuestros movimientos, cada llamada que hacemos con nuestro teléfono móvil, cada correo electrónico que enviamos, cada búsqueda que hacemos en Google, cada foto que colocamos en Facebook o Youtube, cada pago que efectuamos con la tarjeta de crédito.

¿No decía Marc Zuckerberg, el inventor de Facebook, que quien no tiene nada que ocultar, tampoco debe temer nada? ¿No era eso ya un presagio de lo que iba a venir? Sólo los bad guys -los malos- pueden temblar. Ahora sabemos que desde 2007, la Agencia Nacional de Seguridad de aquel país (NSA) ha buscado el acceso a los centros de computación de las grandes firmas de internet: desde Microsoft hasta Apple, pasando por Yahoo, Google, Facebook, PalTalk, YouTube o Skype. Y sabemos también que una ley de diciembre de 2012, es decir promulgada bajo el Gobierno de Obama, autoriza la vigilancia de todos los usuarios de Google que no residen en Estados Unidos así como las comunicaciones de los ciudadanos norteamericanos en el extranjero. Y que todos los datos obtenidos mediante ese programa conocido como «Prisma» se analizan en el gigantesco centro que la NSA tiene al sur del Lago Salado de Utah, el Estado de los mormones, esa religión que envía a sus jóvenes como misioneros a todo el mundo.

Y al mismo tiempo, uno se pregunta cómo a la vista de todo esto que comentamos, Estados Unidos ni siquiera logró impedir una matanza como la que fue llevada a cabo durante el maratón de la ciudad de Boston por dos hermanos de origen checheno, sobre uno de los cuales además ya habían advertido los servicios secretos rusos al FBI.