Edward Snowden, el joven experto en informática que reveló a los medios el carácter abusivo del espionaje de los ciudadanos que practica Estados Unidos a escala planetaria, es lo que en inglés se conoce como un whistleblower.

Literalmente el que toca el silbato, el whistleblower es una figura reconocida, aunque con muchas limitaciones, en algunos países, empezando por los anglosajones como Gran Bretaña o los propios Estados Unidos.

En este último país precisamente se promulgó la primera ley que los protegía. Data de 1863 y tenía que combatir las actividades fraudulentas de los suministradores del Gobierno estadounidense durante la Guerra Civil de aquel país.

En su sentido más puro, el whistleblower es el individuo que denuncia a sus superiores, a las autoridades o a la prensa, según los casos, las prácticas ilegales, deshonestas o corruptas de una persona, una empresa, una organización, de las instituciones o del propio Gobierno.

No lo hace por dinero, por afán de lucro, por obtener ningún beneficio personal, sino que sus móviles son exclusivamente morales.

Sin ese tipo de individuos, que a veces lo arriesgan todo, incluida su libertad, el mundo no habría tenido conocimiento de los abusos cometidos por la industria farmacéutica, por empresas que arrojan sus residuos tóxicos donde no deben, por bancos que manipulan los tipos de interés o ayudan a sus clientes a poner su dinero a salvo del fisco.

Tampoco nos habríamos enterado de los abusos de los poderosos, de los gobiernos y no sólo de los de tipo dictatorial o tiránico, sino tampoco de los que hemos convenido en llamar democráticos aunque por sus prácticas cada vez lo sean menos.

El más famoso de todos ellos acaso sea el norteamericano Daniel Ellsberg, quien, antes de la era de internet y como analista de la Rand Corporation, filtró al New York Times miles de páginas de documentos del Pentágono que demostraron las mentiras del Gobierno norteamericano sobre la guerra del Vietnam.

A pesar de la gravedad de las denuncias, que pusieron en aprietos a la Casa Blanca republicana de Richard Nixon, y el subsiguiente escándalo, aquéllos se nos antojan hoy tiempos muy distintos, mejores que los actuales. Porque la Corte Suprema falló finalmente a favor del periódico que publicó aquellos documentos. Y Ellsberg es visto desde entonces por muchos como un héroe de la libertad de información.

Hoy vemos en cambio la minúscula figura del soldado Bradley Manning escoltado a la sala de juicio por unos hombrachos armados hasta los dientes como si se tratase de Osama Bin Laden en persona.

Y sobre él, sometido a trato inhumano en su celda antes de ser juzgado, pesa la pena de prisión perpetua por «ayudar al enemigo» y «poner en peligro la seguridad nacional».

Su delito: haber filtrado a Wikileaks documentos que exponen la complicidad del Ejército de EEUU en los abusos de los derechos humanos de sus aliados iraquíes o la injerencia del mundo corporativo en la diplomacia norteamericana.

Y vemos también a Julian Assange, el australiano que entregó a la prensa los documentos obtenidos supuestamente de Manning refugiado desde hace meses en la embajada ecuatoriana en Londres por temor a que su extradición a Suecia, que le reclama por un supuesto delito sexual, no sea sino una estratagema que sólo busca su posterior entrega a EEUU.

Y cómo congresistas norteamericanos de todos los colores se aprestan a reclamar a Hong Kong, donde de momento parece haber encontrado refugio, o a cualquier otro país que ose en el futuro ofrecerle asilo, a Edward Snowden, el último desilusionado con los abusos de una superpotencia que se considera por encima del bien y del mal.

Tres guerras, la de Vietnam, en el caso de Ellsberg, la de Irak, en el de Manning, y la llamada «guerra antiterrorista» en el de Snowden, fueron los detonantes de la decisión de los tres de convertirse en whistleblowers.

Cuando los gobiernos no se cansan de hablar de una transparencia que luego nunca practican, la figura del whistleblower se ha vuelto casi imprescindible para el futuro de la democracia.