A un cura se le escaparon un día dos palabrotas y los niños nos quedamos paralizados. Jugábamos un partido de la liguilla del Colegio, la Tercera A, que era mi clase, contra la Quinta B y, si bien no era trascendental para la marcha del campeonato, el cura, que era el árbitro del encuentro, andaba muy nervioso y se le notaba demasiado que quería que ganáramos nosotros.

Sin embargo, iban ganando los grandullones, que se llevaban todos los balones por alto. Fue en el momento en que nos metieron el tercer gol cuando el páter, desencajado, fuera de sí, soltó aquella frase en forma de grito descomunal: «¡Gilipollas de mierda!», que nos dejó a todos helados. Al principio creímos que el insulto iba destinado al portero de nuestro equipo, pero en seguida nos dimos cuenta de que se dirigió, primero, al delantero arrogante que había levantado los brazos cantando su gol, e, inmediatamente después, y aprovechando el eco de sus palabras, a la parte del público infantil que había coreado el tanto, sector al que dedicó su furiosa mirada.

Un silencio estremecedor sobrevino tras aquel exabrupto del árbitro sacerdote. Durante unos segundos nadie quiso no moverse, hasta que, una vez superados el desconcierto, el miedo y la sorpresa, el cura forzó una sonrisa beatífica, se dirigió al niño grande que nos había endilgado el tercer gol, lo palmeó cariñosamente en los hombros, señaló el centro del campo y todo volvió a la normalidad, pero sólo en apariencia. En el fondo de nuestro ánimo quedó flotando una sensación de espanto, que no cesó hasta que cada uno de nosotros, luego de rezar el rosario y cantar el correspondiente himno, nos fuimos a nuestras casas.

Recuerdo que el partido, que terminó con la lógica victoria de la clase de l0s mayores, transcurrió a partir de entonces como la auténtica seda. No hubo más goles, incluso nos pareció que el delantero centro de la Quinta B se inhibió en alguna ocasión que tuvo para poder aumentar el marcador.

La verdad es que tardamos un tiempo en reponernos de aquella convulsión. No podíamos creer que el padre que nos daba Religión y Francés, aquel hombre de cara lustrosa, mirada al suelo y pinta de piadoso, que dirigía también los cánticos patrióticos del Cara al Sol y del himno nacional con letra de Pemán, que, brazo en alto, estábamos obligados a entonar diariamente todos los alumnos, a la entrada y salida del Colegio, pudiera haber cometido un pecado de ira tan gordo delante de varias Clases.

En realidad, era el único cura del Colegio que promocionaba el fútbol. A los demás, o no les gustaban los deportes o preferían el baloncesto porque ahí se daban más tortacitos en el culo.

A partir de aquel suceso estuvimos muy pendientes de las reacciones del cura pecador. Lo veíamos, algunos domingos, en la tribuna del estadio y nos lo imaginábamos llamando «gilipollas de mierda» a los jugadores contrarios de la Segunda División. No obstante, por mucho que nos fijábamos, no lográbamos pillarle nunca en un descuido. Todo lo más, gesticulaba cuando las cosas no iban muy bien. Entonces comentaba la situación airadamente con los padres adinerados de ciertos alumnos que lo invitaban al fútbol. Y, en el descanso, al cafelito con magdalenas en el ambigú.