P­­­ermítame el lector estas impresiones personales de Viena, donde paso unos días aprovechando la hospitalidad de unos amigos.

Tengo la casa, muy próxima al palacio de Belvedere, para mí solo y suelo ir por la mañana al supermercado de la esquina a comprar fruta: melocotones, paraguayas, tomates, cerezas y otras frutas que llegan de España o Italia y se presentan debidamente etiquetadas aunque, ay, muchas veces envueltas en plástico.

Junto a la caja se agolpan a esas horas tempranas trabajadores de unas obras vecinas con sus trajes de faena y sus herramientas colgando del pantalón que bromean entre ellos en polaco y algún otro idioma eslavo mientras esperan impacientes su turno.

Es una alegría y da cierta sana envidia ver en este y otros barrios de la capital austriaca tantas obras en marcha: reparación de fachadas, construcción de nuevos edificios, ampliación de infraestructuras. Se ve que le va bien a este país.

El centro de la ciudad, los alrededores de la catedral de San Esteban o el Palacio Imperial, bullen de turistas, sobre todo alemanes, japoneses e italianos. Uno escucha también hablar español aunque no tanto como en el pasado. Es otro signo de la crisis.

Y, dicho sea de paso, en lugares emblemáticos como el edificio de la Secesión, hay folletos explicativos en varios idiomas, incluidos el ruso o el japonés, pero no en la segunda lengua más hablada del mundo.

Tampoco hay prensa diaria española - ni siquiera El País-, que hace años se encontraba en cualquier quiosco. ¿Será otro efecto más de la lectura de los periódicos por internet?

En los restaurantes uno escucha a muchos camareros un alemán que no tiene nada de vienés. Son sobre todo jóvenes y muchos de ellos vienen de la antigua Alemania oriental. También hay actualmente muchos de esos jóvenes en la Suiza alemana. Con frecuencia llevan sobre sus blusas o camisas la etiqueta de «Praktikant», es decir aprendiz.

A juzgar por ese éxodo de jóvenes y siempre bien dispuestos trabajadores, no todo el monte es orégano en la patria de Angela Merkel.

La pequeña Austria tiene una tasa de desempleo que no llega al 5 por ciento, la más baja de los veintisiete. ¡Felix Austria!, como se decía en la época de Maximiliano I en elogio de la política matrimonial de la casa de Habsburgo: otros guerreaban, ellos casaban.

Los Habsburgo ya no ocupan el trono, y Viena no es ya la capital de un gran imperio multinacional como lo fue durante cinco siglos, sino una pequeña república con cierto complejo de inferioridad frente a sus poderosos vecinos alemanes, pero que sabe explotar mejor que nadie su rico pasado.

Hay aquí casos de corrupción económica como entre nosotros, políticos en entredicho y una Iglesia que interviene más de lo debido en la escuela.

Pero sí puede enorgullecerse este país de algo, y es de una próspera industria con un importante componente de pequeñas y medianas empresas, un importante sector servicios - incluido el bancario con el correspondiente secreto- y una economía que funciona y que se esfuerza en preparar primero y dar luego trabajo a sus jóvenes. ¿Pueden decir nuestros políticos otro tanto?