El ex presidente del Gobierno José María Aznar insiste en darle consejos económicos al titular del Ejecutivo, que es precisamente su hijo putativo, Mariano Rajoy. El caso tiene su parte curiosa y también su dimensión pavorosa. La primera consiste en que no pocos se frotaron las manos cuando hace unas fechas Aznar lanzó sus primeras advertencias a Rajoy. Unos se regocijaron porque si el ex mandatario le mandaba ese recado al actual habitante de La Moncloa podía significar que en el PP asomaran fisuras. Casi 18 meses descendiendo -salvo leve mejora del empleo que, en realidad, es un pequeño alivio en medio del pánico- tienen que poner nerviosos incluso a los señores de la calle Génova. Pues nada, a ver si empiezan a atizarse, debieron de pensar en las izquierdas. Vana esperanza. El poder hace que se abracen hasta los más reticentes.

Segundo motivo de supuesto regocijo: Aznar cuestiona de frente que Rajoy suba los impuestos. En consecuencia, la legión de agobiados por no llegar a fin de mes -más los que llegan, pero se dedican a dar doctrina y a recibir sus generosas soldadas políticas- ve la luz. Por fin alguien de dentro le echa en cara a Rajoy que mintió y al llegar a su puesto lo primero que hizo fue vulnerar el dogma de la derecha pura y liberal: no subir impuestos aunque se derrumbe el Estado. Pero que Aznar le reproche la carga impositiva resulta enormemente engañoso. El dogma dice que bajen los impuestos y que de los servicios públicos se encarguen los privados. Y luego viene lo pavoroso en alguien que dejó el poder voluntariamente, pero, a la postre, salió quemado. El aznarato acabó de mala manera por un atentado que actualizó el aborrecimiento contra una guerra a la que Aznar arrastró al país. Era poca guerra en cuanto al gasto de balas españolas, de acuerdo, pero el mesianismo de su promotor se repite ahora cuando dice: «Cumpliré con mi conciencia, con mi partido y con mi país». No, por favor.