De todas las cosas por las que preocuparse esta semana la que más me ha sobresaltado ha pasado de puntillas, si es que ha pasado: la imagen de Mariano Rajoy, anunciando en la puerta de La Moncloa los detalles de la Ley de Emprendedores, en un pequeño atril con, cómo no, un letrero con el logotipo del Gobierno de España y, ojo, un eslogan, «Emprendemos el futuro». Parece una tontería pero, en realidad, no lo es tanto; en realidad, es la manifestación evidente de una sospecha: que los partidos políticos cuando llegan a los ejecutivos no se convierten en gestores sino que siguen siendo formaciones, que necesitan sus lemas, sus spots€ Piénsenlo: cuando alguien utiliza un eslogan es que quiere venderle algo, convencerle de la bondad de algo, atraerle€ Y, qué quieren que les diga, la simple constatación de que la comunicación gubernamental no se corta ya un pelo en utilizar meridianamente las técnicas de persuasión, más allá de en campañas concretas de ministerios dirigidas a la población, me produce cierta tristeza: uno jamás puede dejar de sentirse víctima de cebos en ningún momento, potencial cliente de campañas que suavizan la realidad y buscan hacerla más atractiva y deseable.

¿Qué diferencia va a haber ahora entre una convocatoria pública de Rajoy como presidente del Gobierno y otra de Rajoy como líder del PP, si en las dos tendrá un cartelón con un eslogan? Ya no se comunica, se vende; en realidad, ya no se hacen cosas sino que se venden. Fíjense: las supuestas profesiones del futuro no tienen nada que ver con añadir contenidos y productos al sistema social, sino en distribuir y gestionar de forma más singular y eficaz los ya existentes. Igual pasa en los informativos de televisión, como ya he destacado en alguna ocasión: cada vez son más los reportajes con banda sonora, con, por ejemplo, música de piano o de Coldplay para sentimentalizar las informaciones más emocionales; así que el espectador, que se pone frente al televisor con la sana intención de que le cuenten lo que ha ocurrido en la jornada, se vuelve a sentir potencial víctima de un cebo, posible comprador de una idea de la realidad, fijada por los modelos de la ficción audiovisual.

Sí, nos movemos entre la publicidad y la ficción; a veces en un spot enorme, infinito, otras en una vida con partitura de Hans Zimmer. Ambas son una mentira o, mejor, una fábula con pretensiones de realidad -no realismo- o verosimilitud, unos paisajes existenciales que nos conducen hacia lo que se supone que debemos hacer y sentir. En suma, vidas en las que somos los pasajeros de un vehículo que se conduce solo, como esos ´dummies´ que sólo sirven para ser destrozados en caso de choque frontal. Así nos va: creyendo que conducimos en una autopista recta, sin baches, cuando somos el pasajero sin voz ni voto, ni turno al volante ni acceso al GPS para saber adónde narices nos dirigimos.