La semana pasada murió en Tel Aviv el escritor israelí Yoram Kaniuk. ¿Kaniuk, Kaniuk? ¿Pero de quién diablos está hablando este hombre? Y sí, ya lo sé, muy poca gente conocía a Yoram Kaniuk, pero Kaniuk era uno de los grandes escritoress de nuestra época, alguien que está a la altura de los mejores (para mí era uno de los diez o quince mejores escritores vivos, que ya es decir), y encima era uno de los pocos que con 80 años podía escribir un libro autobiográfico (1948) que se lee como si hubiera sido escrito por el joven de 17 años y medio que protagonizó los hechos, suponiendo, claro está, que ese joven supiera todo lo que sabe un anciano de ochenta años que ha matado y ha visto morir y se ha alegrado y se ha avergonzado de haber matado y de haber visto morir. Ese libro, 1948, fue el último que escribió Kaniuk y es uno de los grandes libros de nuestra época. Si alguien quiere saber qué es una guerra, y qué es el fanatismo, y qué es el odio, y qué es la desesperación, y qué es el miedo, y cómo es posible que un grupo de jóvenes inteligentes y cultivados y en el fondo buenas personas maten con absoluta frialdad a un niño de ocho años y a su madre y a su abuela, sólo tiene que leer este libro.

1948 trata de la guerra de 1948 que enfrentó a los judíos contra los árabes en la primera de las muchas guerras que se han librado en Palestina y que permitió la fundación del estado de Israel. Kaniuk participó en esa guerra como un joven voluntario que luchaba en una unidad de choque, el Palmaj, con otros jóvenes como él que sólo habían recibido una rudimentaria instrucción de boy-scouts. Algunos de los compañeros de Kaniuk habían sobrevivido al Holocausto o habían luchado en Rusia contra los nazis. Otros eran jóvenes judíos que vivían en Palestina y que tuvieron que alistarse a toda prisa. Yehuda Amijai, el poeta de la generación de Kaniuk, también luchó en el Palmaj, y cuando leemos sus versos, sabemos que sólo puede haberlos escrito alguien que ha matado y ha visto morir y se ha alegrado y se ha avergonzado de haber matado y de haber visto morir. Y es que cualquiera que tuviera 20 años en 1948, y viviera en Israel o en Palestina, había vivido ya lo suficiente como para llenar cincuenta vidas del resto de los mortales.

Pero lo que más me gusta de Kaniuk no es sólo la extraordinaria calidad de su obra, sino también una faceta menos conocida de su personalidad que podríamos calificar de política, o mejor aún, de moral. Porque Kaniuk, en 2011, presentó una demanda legal en la que exigía cambiar la religión judía que aparecía en su cédula de identidad. En Israel, los documentos de identidad clasifican a los ciudadanos de acuerdo con tres conceptos: nacionalidad, etnia y religión. Y Kaniuk exigió cambiar su religión de «judía» a «ninguna». El caso originó un gran revuelo, pero al final un tribunal le dio la razón y Kaniuk pudo suprimir la clasificación religiosa de su cédula de identidad. Y lo hizo porque estaba en contra de la obsesión identitaria que se ha apoderado del estado del Israel, ese país que él mismo ayudó a fundar cuando tenía 17 años, pero que ya no consideraba suyo porque se había convertido en otra cosa muy distinta de la que él soñaba cuando era joven. Para Kaniuk, el Israel actual era un país «ridículo, obtuso, ruin, oscuro y enfermizo», así lo describió en una declaración pública, y él ya no podía identificarse con un país así.

En Israel, Yoram Kaniuk era considerado un intelectual de izquierdas, pero me pregunto si la izquierda que conocemos aquí, esa izquierda nacionalista que sólo parece moverse por su obsesión identitaria, se atrevería alguna vez a llegar tan lejos como llegó Kaniuk. Porque Kaniuk abjuró de la mayoría de cosas que aquí la izquierda considera sagradas. Y no conviene olvidar que Kaniuk estaba en contra de cualquier clase de memoria convertida en memoria oficial, como aquí ha ocurrido con la llamada Memoria Histórica, porque él sabía muy bien que detrás de esa memoria oficial siempre se ocultaban manipulaciones y mentiras (y muy buenos negocios). Para él, eso estaba muy claro: «Ninguna memoria tiene Estado, ningún Estado tiene memoria». Kaniuk sólo creía en el valor de la memoria personal, porque sabía que nadie podía imponerle a nadie una forma de recordar o de concebir la vida. Y si usted quiere saber si es una persona libre que no se deja engañar por nadie, intente leer a Kaniuk. Y si le gusta, podrá estar segura de que lo es.