Un cónclave en el Supremo. Ruido de togas contra la reforma de Gallardón. O de ello hablaban hace unos días varios medios nacionales, retratando, además, el cabreo del ministro de Justicia por lo insólito que tiene que varios magistrados del Alto Tribunal español se reúnan para poner a parir las iniciativas del Gobierno y, sin distinción ideológica, emitan un comunicado consensuado para decir que por ahí no, atacando, por cierto, la figura del vicepresidente del órgano que quiere implantar el Ejecutivo que los magistrados ven únicamente como un comisario político para orientar decisiones. Tampoco les ha gustado la intención de reducir el número de vocales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), ya que un órgano más reducido siempre será más manejable. Sea como fuere, el ministro ha cometido un error de bulto pese a que el extinto programa del PP preconizara la independencia judicial, algo que no ha garantizado ningún presidente del Gobierno empezando por Felipe González. El error, decía, es no haber consensuado las reformas con los que van a tener que llevarlas a cabo: los jueces y los fiscales. Hay cabreo incluso entre los togados más conservadores, porque la revolución es tal que lo de la independencia se queda en una anécdota si se tiene en cuenta que desaparecen las audiencias provinciales del país, lo que supondrá la degradación automática hasta los tribunales de instancia de muchos magistrados. Tras la muerte del juzgado tal y como lo hemos conocido, viene la nada sobre todo si no hay dinero, y el día que un español vea nacer una ley dotada de una memoria económica realista, ese día, oh Señor, algo habrá cambiado en este país. Pero largo me lo fiáis. De momento, el ministro estrella del Gobierno que más rápido se ha estrellado -la reforma del aborto, por ejemplo, le va a dar muchos quebraderos de cabeza con el ala más progresista del PP- hace encaje de bolillos para agradar a todos pero en última instancia habrá de retratarse. Y luego tendrá que explicarle a todo el mundo que un fiscal instruyendo puede mantener la parcialidad, si es que antes no se produce la necesaria reforma del estatuto de esa profesión y se le dota de verdadera independencia.

Un apunte final: la transparencia es la base de un sistema democrático, si es que esto se parece en algo a una democracia. Algunas instituciones se están apartando de ese camino, cerrando las puertas a la prensa. Todo ello nace de la falta de respeto a la figura de quien les cuenta todos los días lo que ocurre en la calle. Y me refiero al lamentable gabinete de prensa de Instituciones Penitenciarias, o al cierre de fuentes para los periodistas en instituciones como las Fuerzas de Seguridad del Estado. Lo opaco es malo.