Durante los últimos años, y muy especialmente en este momento de profunda crisis económica de la vieja Europa, se nos ha dicho que el presente era de países como Turquía o Brasil. Leyeras lo que leyeras, todo eran bondades. Crecimiento económico, creación de empleo, ausencia de grandes casos de corrupción política -o al menos una cierta persecución de la corrupción-, reducción de las desigualdades sociales... La ecuación parecía perfecta. Pero de repente, sin preaviso, estalla el caso de la plaza Taksim y en Brasil la celebración de la Copa Confederaciones de fútbol -en la que compite La Roja- desnuda las miserias del poder.

No he seguido muy de cerca lo que ha ocurrido en Turquía. Pero la semana pasada en El País Negocios el mismísimo Paul Krugman publicaba un artículo lleno de alabanzas. Todo el mundo económico sabía del buen comportamiento económico de Turquía. Todo el mundo occidental sabe que Turquía es un país estratégico en la política de integración del Islam moderado y en el freno de posiciones más radicales. Turquía era el modelo para las incipientes democracias árabes, cuyas primaveras sufrieron demasiado pronto el crepúsculo de su efusiva belleza. Pero de golpe y porrazo -nunca mejor dicho- ha estallado la paz, y debajo de los aplaudidos cuadros macroeconómicos no estaba la playa, sino más bien los duros adoquines del desencanto y la frustración.

Lo mismo puede decirse de Brasil, la gran esperanza de la izquierda moderada y democrática. Sus logros son innegables. Ha mejorado el país, se combate la corrupción. La distribución de la riqueza parecía fuera de toda duda. Brasil ha entrado con fuerza y por méritos propios en el club de los países más influyentes del mundo. Y para celebrar ese modelo posibilista de políticas participativas y socialdemócratas, nada mejor que organizar algunos eventos deportivos de peso, con el colofón de los Juegos Olímpicos.

Y de repente, otra vez, se descubre que no había oro bajo los anaqueles deslumbrantes. No había cisnes unánimes en un lago de azur. Era falsa la imagen aparente de desarrollo equilibrado, sin conflicto social. Y a las primeras de cambio los brasileños han salido a la calle a preguntarse retóricamente si hacía falta organizar un pequeño campeonato de fútbol con tantas asignaturas sociales pendientes como sigue habiendo.

Así que ni los expertos eran tan listos -algo que ya se sabe-, ni los ciudadanos tan estúpidos -algo que los expertos siguen sin querer saber-. Lo bueno de todo esto es que miles de personas anónimas han vuelto a recordarnos que si hay democracia hay conflicto. Y que tienen todo el derecho a manifestar su desacuerdo con lo que les parece injusto. Aquí y en Pekín, y en Turquía y en Brasil.