Sigue el catedrático Aurelio Arteta embarcado en su muy justa lucha contra los tópicos («hijos de la pereza intelectual y hermanos del prejuicio») como antes lo hiciera contra los archisílabos, esos neohorrores del idioma, esas palabras larguísimas con que los nuevos ignorantes públicos alargan sus palabras para aparentar que dicen mucho y bien, cuando en realidad dicen poco y peor de lo mucho que acostumbran. Acaba de publicar Arteta «Si todos lo dicen», pero no quisiera glosarlo sin antes recordar algunas de sus enseñanzas que se quedaron en el tintero cuando aquí se habló de su anterior «Tantos tontos tópicos». Por ejemplo, su crítica al a«Siempre se ha hecho así» aplicado a la barbarie de algunas ciertas fiestas populares (por llamarlas de algún modo) donde se maltratan salvajamente a los animales en pro de la tradición y la cultura popular y la cultura de los ancestros y la identidad y no sé cuántas zarandajas. Recuerda Arteta: «Los vivos vivimos de incontables herencias que los muertos nos han legado, pero también gracias a que hemos abandonado otras muchas por inútiles o injustificables». En efecto, en las cavernas aún moraríamos si aplicásemos la tontería de que siempre se vivió así. Por seguir con asuntos identitarios, no parece que muchos se cansen del tópico «Sé tú mismo», tan repetido entre adolescentes y libros de autoayuda, como justificante de cualquier acto moral y como deseo soberano de presunta originalidad: «Quien crea ser auténtico por ser original se embarca en la afectada empresa de inventarse una moral desde cero y para uso exclusivo. Pero toda moral es por naturaleza una moral de perfección, la propia de un yo que se elige en cada momento como distinto de lo que hasta entonces ha sido. La presunta moral de identidad, al contrario, se pone al servicio de un yo prepotente cuyo más acariciado objetivo es permanecer inalterable».

Los asuntos políticos también abundan en tópicos. «La vida es el valor supremo», se afirma sin que nadie chiste. Analicémoslo a fondo: «Hay causas, como el respeto de los derechos de todos, que justifican arriesgar la propia vida. Así es como el derecho a la vida, en tanto que vida digna o propia¬mente humana, incluye la posibilidad de aceptar la propia muerte para salvaguardar ese valor. Sólo quien sabe cuánto vale la libertad puede poner en peligro su vida para tratar de liberarse y liberar a otros de la servidumbre». Glosa también Arteta otro lugar común muy aceptado, el famoso «Desapruebo lo que dices, pero daría mi vida por el derecho que tienes a expresarlo». Ahí se muestra radical a gusto: que un grupo político defienda que haya gentes en su comunidad que deban marcharse o ser eliminadas le lleva a desmontar tan acrítico dicho, pues «la iniquidad de la meta que ese propósito pretende y de los sentimientos que infunde no merecería el derecho a la libertad de expresión». Lo mismo ocurre con la aceptación de todo, de lo que se quiera, en cualquier orden de cosas, al entender que eso es precisamente la democracia. Suscribe las palabras de Ortega y Gasset para criticar el tópico: «La democracia exasperada y fuera de sí, la democracia en religión o en arte, la democracia en el pensamiento y en el gesto, la democracia en el corazón y en la costumbre es el más peligroso morbo que puede padecer una sociedad».

Desmontar los tópicos, aplicarles el sentido crítico: he ahí una tarea de nuestro tiempo. Tarea apenas asumida hoy por quienes más deberían ocuparse de ella, una clase intelectual (digamos) que parece haber dimitido de sus obligaciones: «Así es como se alinean, de un lado, la creciente soledad de los valientes y, del otro, la correlativa y creciente sociedad de los cobardes». Por ello, vivimos tiempos de tópicos, tiempos de desolación, de pereza de pensamiento, tiempos en que «ha triunfado el ideal del mediocre y ha salido derrotado el ideal del héroe o del santo». Acabemos con ellos.