Miro el dedito gordo del pie de mi hijo por el retrovisor. Papá yo quiero ahí, me dice con su media lengua señalando el asiento delantero. No, el nene tiene que ir en su sillita «homologada», le insisto, palabreja que él repite como «olalada», o algo así. ¿Esto importa? A mí más que todas las recetas del FMI, todos los comentarios económicos en la radio -tan usados que ya suenan gastados- y más que todos los «sucesos» judiciales (digo sucesos porque los requerimientos de la Fiscalía contra la imputación de la Infanta, contra el encarcelamiento de Blesa y ahora contra la investigación de las preferentes en la Audiencia Nacional, deberían ubicarse en la sección de «Sucesos»).

Miro el dedito gordo del pie de mi hijo y me parece un curioso milagro que algo así sea real, tan chiquito, tan perfecto, tan divertido sobresaliendo de la sandalita.

Pero que el FMI haya vuelto a aconsejar, eso dicen por la radio, que España emprenda con urgencia una nueva reforma laboral que abarate el despido, además de proponer reducciones inmediatas en las cotizaciones sociales y una significativa moderación salarial, me hace fijarme en el hombre que espera en la parada del autobús cuando me detengo en un semáforo. Él está sentado bajo la marquesina de la acera, muy próxima al bordillo, perpendicular a mi coche y casi a mi misma altura. Demasiado cerca como para no mirarnos durante los dos minutos aproximados que dura el rojo en apagarse e iluminarse el verde (ojalá una crisis durara tanto en pasar de la desesperación de algunos a la esperanza de muchos).

Todavía con la sonrisa que me produce ver moverse el dedito gordo del niño me encuentro con ese rictus cansado, ya ni triste, duro, al borde de no sé qué rendición, las capitulaciones de lo cotidiano, de ese día que puede volverse insoportable si no cabe ya ninguna ilusión en el bolsillo, y menos en el alma. No entiendo cómo no me devuelve la sonrisa. Como padre tengo la boba certeza de que cualquiera que vea a mi hijo en su sillita del asiento trasero no podrá evitar sonreír también. Pero no lo hace. Me mira y en segundos me convierte en su espejo. Ya no sonrío yo tampoco. Comprendo, mientras dura la señal de peligro, que hay un punto de no retorno y siento miedo.

Sigo colgado del pensamiento económico. Sé que hay que devolver nuestras deudas. Pero si demasiados parados tienen demasiado tiempo y nada para gastar, y demasiados que sí tienen trabajo no tienen tiempo ninguno, trabajando por ellos y por quienes han echado del trabajo, y cada vez menos sueldo -por tanto ni tiempo ni dinero para gastar tampoco-, en quiénes se basa el informe del FMI para querer aumentar derrotados, parados en las paradas para ir a ninguna parte.

Me pongo en marcha cuando el semáforo se pone en verde, pero eso no basta para sacudirme la desesperanza de la cara. Por eso vuelvo a mirar el dedito gordo del pie de mi hijo por el retrovisor