Lo peor de las sospechas es que casi siempre son fundadas. Hay una forma de saber, quizás subconsciente, a la que llamamos intuición, una manera de conocimiento que no es totalmente consciente, que no emerge a ese ámbito de lo más tangible, pero en el que vamos uniendo datos obtenidos de muchas formas, de esas otras maneras de lenguaje que no son las verbales, pero que percibimos y son, por incontroladas, siempre más sinceras.

Sí, algo así como el ordenador de Hacienda, ese «Gran Hermano» que suponíamos vigilándonos a todos, ese que, dicen quienes lo han visto, está instalado en un edificio de la calle Santa Magdalena de Madrid y procesa diariamente, sin descanso, ochenta millones de datos. Pero todos o casi todos sospechábamos que pese a las viejas campañas publicitarias, a aquel «Hacienda somos todos» que tanto caló hasta quedar para siempre en nuestro acervo cultural, la realidad siempre es distinta y no somos todos, nunca lo hemos sido y acaso nunca lo seremos. Ahora hemos sabido, corroborado, después de la nueva vuelta de tuerca al caso de la infanta Cristina y su marido, que hay «agujeros negros», personas intocables a las que hasta el ordenador más temido y odiado del país, aquel que nos dijeron que jamás hacía excepciones, que era imposible de trucar, nunca investiga, pasa por alto, ignora, y que por ese agujero negro caben las infantas y asimilados como alicias viajando al País de las Maravillas, donde tomarán el té con un conejo apresurado.

San Juan anuncia en su evangelio que sólo la verdad nos hará libres, pero uno acaba comprobando que el conocimiento no genera más que nuevas preguntas, de modo que ahora, cuando vemos cómo nuestras sospechas se confirman, empiezan a originarse otras muchas, emergen de ese lugar del subconsciente donde se generan, donde van madurando, alimentándose de pequeños indicios, de leves signos que vamos sumando pacientemente, y ahora no dejamos de preguntarnos dónde más habrá agujeros negros y quiénes serán sus habitantes, esos seres sublimes y privilegiados para los que no cuentan las normas, ni las leyes, ni les alcanzan los castigos, esas criaturas bendecidas por dones que no alcanzo a explicarme, pero que sin duda les sitúan a muchos metros por encima de nosotros, «a donde mis manos no llegan», que hubiera dicho Gabriela Mistral, en esos paraísos artificiales donde son felices y libérrimos y ningún mal les alcanza con la única condición de que nosotros, los del piso de abajo, sigamos sosteniendo el universo sobre nuestras cansadas espaldas y no decidamos invocar a la revolución y sacudírnoslos de encima.