Insaciable como el monstruo de las galletas de Barrio Sésamo, la Agencia Tributaria ya no distingue entre princesas borbónicas y modestos emigrantes gallegos a la hora de hacer caja; aunque mucho es de temer que solo la haga con estos últimos. Reza a fin de cuentas su eslogan publicitario que «Hacienda somos todos», lo que no resulta impedimento para que algunos de los contribuyentes sean más iguales que otros, como ocurría con los cerdos de la famosa granja de Orwell.

Esos días de ahí atrás, por ejemplo, los inspectores del Fisco le encontraron un porrón de latifundios a la infanta Cristina, que bastante tiene ya con ser hija del rey y esposa de un sagaz a la vez que muy próspero exjugador de balonmano. Luego ocurrió que los recaudadores se habían equivocado al teclear el carné de la princesa, de tal modo que le atribuyeron fincas y otras posesiones que en ningún momento había tenido. Contra lo que pudiera parecer, el error -o lo que sea- resulta de lo más conveniente para la afectada, en tanto que cualquier noticia sobre sus actividades y/o las de su marido quedará protegida a partir de ahora por el manto de la duda. Si ni siquiera Hacienda está segura. Los más suspicaces tenderán quizá a pensar que este inexplicable y a todas luces enigmático error no sea tal, sino una mera astucia urdida en algún sótano del Estado para aliviar de sus tribulaciones judiciales a la hija del Rey. Sería lo que en términos futbolísticos se conoce como la técnica de embarrar el campo con la que se dificultan los movimientos del adversario: ya se trate de un peligroso delantero, ya de un juez con mayor vocación ofensiva de lo deseable. Quién sabe.

Por si las fincas no apareciesen -y va a ser que no-, los sabuesos de Hacienda han abierto otra línea de recaudación lanzándose al abordaje de las pensiones que los emigrantes gallegos cobran de aquellos Estados extranjeros a cuyo bienestar contribuyeron con su trabajo. La España que en su día les negó un empleo exige sin embargo ahora el tributo -y hasta la multa- por el trabajo con derecho a subsidio que otras naciones más generosas y prósperas supieron proporcionarles cuando aquí pintaban bastos en la economía.

Decía Lope de Vega en La Arcadia que España es una desalmada «madrastra de sus hijos verdaderos»: y Hacienda se limita a darle la razón. No le bastó al Estado (español, por supuesto) con lucrarse de las remesas de divisas que sus súbditos esparcidos por el mundo le enviaban. Ahora pretende sacar también tajada de las pensiones que les pagan a los emigrantes aquellos Estados que los prohijaron laboralmente. Además de aliviar las cifras de paro mediante el fácil trámite de encontrar empleo en otros países, los naturales de este desdichado país contribuyeron acaso más que nadie a dotar de valiosos capitales a la España de los tiempos del subdesarrollo. A falta de un Plan Marshall, fueron ellos quienes -en no pequeña medida- acabarían por suplir la falta de liquidez del Estado. Lejos de agradecerles esa decisiva contribución, la madrastra España les reprocha lo caras que le salen sus pensiones y, en un último rasgo de ingratitud, se dispone a rebañarles ahora una parte del subsidio que los emigrantes se ganaron con su sudor en tierras de Suiza, Alemania o Francia. Decididamente, Hacienda no tiene enmienda. Salvo que una sea infanta.