Emile Maximilien Paul Littre, lexicógrafo y filósofo francés, autor del famoso diccionario, era más feo que un bulldog masticando una avispa, sin embargo tenía un don especial que atraía a las mujeres. O bien se pegaba a ellas con insistencia feroz, incluso a las empleadas del hogar. Cuentan que su mujer lo pilló en un escarceo con la cocinera y exclamó indignada: «Monsieur, me sorprende usted». A lo que Littre respondió: «No, señora, es usted quien me sorprende a mí en esta situación embarazosa. Yo a usted la asombro».

En España ya hemos perdido la cuenta de las veces en que hemos pasado de la sorpresa al asombro. Por ejemplo, sorprenden a un ladrón in fraganti -me resisto a ponerle apellidos por la frecuencia con que ello sucede- y el culpable se defenderá con todo tipo de argumentos para aclarar que aquello no es lo que parece. Evidentemente lo es y cualquiera con ojos lo vería, sin embargo él se niega tozudamente a admitirlo.

Del mismo modo en que estamos acostumbrados a que los políticos mientan y ya casi nadie se asombra de ello. Por culpa de la insistencia, hemos dejado de ser la asombrada señora de Littre que no acertaba a distinguir quién de los dos era el sorprendido, si ella o su marido, el lexicógrafo que revoloteaba entre faldas.

Este país, con su arsenal de contingencias y mentiras, de políticos negando que están allí cuando los pillan con las manos en la masa, es una excepción en Occidente en cuanto a la enorme distancia que media entre la realidad y la excusa que pone el que ha sido sorprendido en un delito flagrante. La distancia que el poder han interpuesto entre sus privilegios y la realidad que se ve obligado a asumir el pueblo explica en buena medida la descomposición del régimen y de sus instituciones.

Es como si la mentira no tuviera castigo por más que los hechos estuviesen dispuestos a ponerla un día tras otro en evidencia. Al que miente obstinadamente escudándose en los blindajes que brinda el abuso del poder habría que recordarle, como decía Carlyle, que es peligroso comenzar con negaciones y fatal terminar con ellas. Pero será igual que oír llover.