Resulta difícil reflexionar sobre aquello que no hemos vivido, aunque se trate de un pasado cercano. Retrocedamos treinta, cuarenta años: ¿fue mejor la clase política que pactó la Transición? ¿Era más generosa que la actual? ¿Tenía más talla ética e intelectual? ¿Y los partidos - al menos, sus elites- representaban de un modo más veraz los intereses ideológicos de la sociedad? Creo que sí, pero realmente no puedo estar muy seguro de ello. Sin duda, como país hemos progresado mucho desde entonces. La industria exportadora se ha consolidado en un contexto de fuerte competencia. La banca, el turismo, las constructoras, el sector textil... han adquirido un protagonismo global. Con Ferran Adrià o con el Celler de Can Roca, hemos pasado de la tortilla de patatas a la tortilla deconstruida, de la ropa vieja al gazpacho nitrogenado. El juego del Barça -y de la Roja- marca tendencia en todo el mundo, al igual que el tenis de Nadal. Gracias a los fondos aportados por la UE, se han modernizado las infraestructuras (y también se ha despilfarrado mucho). La sanidad pública goza de un prestigio europeo.

Pero, por supuesto, no todas las lecturas son igual de positivas. La diarrea legislativa se ha agravado, coincidiendo con la elefantiasis burocrática de las administraciones. El estado general de la educación no responde a ninguno de los parámetros internacionales de calidad. La televisión ha banalizado sus contenidos hasta el nivel de la comida basura. El paro se enquista en magnitudes estratosféricas. La crisis recorre de forma transversal los altos estamentos del país, entre el desprestigio, la desconfianza y el debilitamiento general de las instituciones. ¿Qué ha sucedido?¿Acaso se coció mal la Transición? ¿O no supimos hacer a tiempo las reformas necesarias?

Aventuro que una fecha clave fue 1992, el año de los Juegos Olímpicos de Barcelona, la Expo Universal de Sevilla y el Quinto Centenario. La Transición había sido un éxito, con la llegada de la democracia, de Europa y de la modernidad. Luego sobrevino la crisis económica y las tramas de corrupción saltaron al primer plano informativo. El felipismo se bunkerizó, mientras se imponía cierta forma cainita de entender la política. Los medios desempeñaban su papel, a medio camino entre el amarillismo y la información crítica. Finalmente se produjo el cambio de gobierno, culminando una alternancia de poder que ejemplifica la inteligencia del modelo del 78. Sin embargo, algo ya funcionaba mal. La reforma de las instituciones no se tendría que haber aplazado más allá de los noventa. Fue un error que todavía pagamos.

Desde entonces, el declive de la casta política resulta evidente. Los partidos se han ido nutriendo de la mediocridad social, mimetizando conductas deleznables. De los catedráticos de universidad o letrados del Estado hemos pasado a unos representantes públicos amamantados, prácticamente desde la adolescencia, por el establishment; gente que carece de cualquier perfil profesional -también de perspectivas fuera de la política- y a quienes se exige una obediencia ciega a los dictados de la cúpula.

El deterioro ha sido rápido y evidente, casi brutal: los Leire Pajín, Elena Valenciano, Soraya Rodríguez, Óscar López, Carme Chacón€ en el PSOE; los Fátima Báñez, Ana Mato, Monago, Pujalte, Carlos Floriano€ en el PP. Es un fenómeno que se repite en cualquier partido, a cualquier nivel, ya sea el estatal, el autonómico o el local. Si la Constitución buscaba establecer un bipartidismo natural con dos alternativas fuertes que dotasen de estabilidad al sistema, ahora urge recuperar la meritocracia: atraer a los mejores para servir a los demás.