Una semana antes de que se cumpla (será el 28 de junio) el 50º aniversario de la impresión de la primera edición de Rayuela estuve escuchando en Madrid a una ilustre lectora del libro, la profesora cubana Ana María Hernández del Castillo. Hernández dijo que Rayuela le salvó la vida cuando la leyó. Todos los lectores de Rayuela, y yo soy uno de ellos, tenemos una circunstancia que nos une al libro, que nos une también a Cortázar como si lo hubiéramos conocido, como si le debiéramos una aspiración o una esperanza. Este viernes era la primera vez que escuchaba a alguien decir que ese libro le había salvado la vida. No me extrañó. Hasta entonces cada año Ana María, un mujer enjuta y vivaz, que lleva en su cara y en su mirada atisbos atlánticos de su ascendencia canaria, había pensado en suicidarse, y cada año posponía esa decisión. Hasta que leyó el más famoso libro de Julio Cortázar y éste le devolvió las ganas de vivir. Rayuela tiene poderes especiales; no es solo un libro, o un pensamiento, o una música; es un libro que te saca del pozo o te mete en él para que sepas que del pozo se puede salir; es un libro sobre la angustia, y sobre la angustia del otro, pero también es una nave para que navegues de ahí hacia el humor y hacia la vida.

Luego, por intermedio de Juan Goytisolo, que era su profesor en la Universidad de Nueva York, Ana María tomó contacto con el escritor argentino, que vivía en París. Lo conoció finalmente en 1972. Se hicieron amigos. Ella lo sabe todo de Cortázar, como si aún lo viera caminar por Montparnasse. El resultado de su correspondencia (en el lado de las cartas de Julio, no de las suyas) está en los tomos 4 y 5 de la fabulosa colección que prepararon la viuda de Cortázar, Aurora Bernárdez, y el profesor Carles Álvarez, y que contiene una documentación exhaustiva sobre la personalidad literaria y humana del autor.

Ana María contó que cuando estuvieron en París ella y Cortázar, el escritor, un hombre ocupadísimo entonces como muestra precisamente esa correspondencia, le dio su tiempo y su conversación y juntos emprendieron un diálogo que para ella no ha terminado. Presenta estos días un libro singular, Circe La Maga. La hechicera en la obra de Cortázar, en el que aborda, desde el punto de vista del psicoanálisis jungiano, la consecuencia que tuvo en Cortázar su audaz lectura de John Keats, sobre el que escribió un libro que permanecía inédito a la muerte de Julio y que yo tuve el honor de reeditar en Alfaguara a mediados de los años 90. Cortázar murió en febrero de 1984.

La obra de Ana María Hernández del Castillo ha sido reeditada ahora por el Centro de Arte Moderno, en su colección de libros de bibliófilo, y precisamente para la presentación de ese volumen estábamos escuchando las confesiones de la autora de Circe La Maga, animada en el estrado por otra lectora apasionada de Rayuela, la profesora Mariángeles Fernández. Claro, lo que primero me impresionó, y lo que ya me abandonó en sus palabras autobiográficas sobre el resplandor que para ella fue Rayuela, fue aquella confesión, el libro la había salvado. Cada lector es un universo en relación al mismo libro; los libros tienen manos que cada uno toma como le parece, y la memoria devuelve luego la experiencia de la lectura con el vigor o la melancolía que haya impregnado esa experiencia. Y Rayuela es un caso muy especial que aún late, casi cuarenta años después de su lectura, como si, en cierto modo, me hubiera cambiado la vida, pues ya me la había salvado, en cierto modo, Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante. Cuando comencé el libro de Cortázar, en la vieja edición que conservé hasta que el viento de otras manos se la llevó, me pareció que aquel pedazo de vida que tenía en las manos debía permanecer intacto en mi memoria y en el cuarto del Colegio Mayor San Fernando, así que le pedí a la señora que arreglaba la habitación que no moviera nada, que dejara ese sitio intacto hasta que acabara el libro.

Luego conocí a Cortázar, en Ámsterdam, por casualidad, con mi amigo Carlos A. Schwartz, también en 1972, el año en que Ana María lo había encontrado. En París lo busqué y lo encontré gracias al azar extraordinario de los teléfonos, y luego lo encontré en Madrid cuando él acababa de publicar su obra sobre Nicaragua, hasta que fui su editor entusiasmado en los años 90, cuando en España dominada el desdén por el boom y decidimos mis compañeros de Alfaguara en América y yo mismo en España lanzar aquella campaña que se llamó Hay que leer a Cortázar y que llevaba como apoyo el subtítulo Queremos tanto a Julio.

De esa experiencia nació la iniciativa de publicar la colección de cuentos completos latinoamericanos que se inició con las obras de Cortázar y de Juan Carlos Onetti. Luego conocimos esas cartas que primero Aurora Bernárdez y luego Aurora con Carles han ido seleccionando para que sepamos qué decía Julio cuando era tan solo Julio y se comunicaba con lectores como Ana María, dándoles la generosidad del tiempo y de la conversación. Me sobresaltó escuchar a Ana María diciendo que Rayuela le había salvado la vida, pero no me extrañó. Los libros tienen manos, te suben. Luego he pensado, ante este folio cibernético en el que escribo rememorando mi propia lectura del libro más famoso de Cortázar, que a mí también me salvó Rayuela, aún no sé de qué, porque sigo leyéndola, pero sí sé que mi gratitud por ese libro es la que se suele sentir cuando un buen amigo te devuelve la vida o el saludo.