Algo nuevo está ocurriendo que afecta al funcionamiento de un sistema político que los ciudadanos ven como cada vez más subordinado a los partidos políticos y cada vez más alejado de sus intereses y de sus prioridades. El corolario es que los partidos y los ciudadanos parecen transitar por caminos divergentes. Esto puede tener consecuencias graves, como todos los divorcios.

La evidencia más próxima de esta afirmación es lo que está ocurriendo estos días en Turquía y en Brasil, dos países emergentes con altas tasas de crecimiento, clases medias cada vez más amplias, desarrollo muy desigual entre zonas agrarias y urbanas, países donde conviven sectores muy atrasados con otros punteros y con un reparto muy desigual de la riqueza. Son, además, sociedades con ámbitos de libertad relativamente amplios y democracias perfectibles. Si no hubiera libertad las protestas serían ahogadas antes de nacer y por eso no hay manifestaciones en Corea del Norte.

En ambos países el estallido popular se ha producido por causas aparentemente menores (la tala de árboles de un parque en el centro de Estambul para hacer un centro comercial, o la subida de 20 céntimos en los transportes urbanos de Sao Paulo) pero que han tenido la virtud de canalizar un malestar preexistente con la forma de tomar decisiones y con la asignación de recursos públicos. En ambas ciudades las protestas agruparon a gentes muy dispares en edad, clase social o adscripción política movilizadas por ese nuevo instrumento que son las redes sociales. La torpeza de las fuerzas policiales hizo el resto y convirtió manifestaciones menores y muy focalizadas en protestas masivas a escala nacional, independientemente de las reacciones de los líderes políticos, que han sido diferentes en un caso y en otro: displicente y arrogante la respuesta de Erdogan y comprensiva y respetuosa la de Dilma Roussef, sin que ni una ni otro logren calmar la ira ciudadana.

Lo que en Turquía es desagrado con la forma arrogante y prepotente de tomar decisiones sin consultar con la ciudadanía, en Brasil es desacuerdo con la forma de asignar los recursos públicos, que destinan millones de dólares a campeonatos de fútbol al mismo tiempo que se encarece el transporte urbano y hay fuertes carencias en los sistemas educativo y sanitario. En el fondo lo que ocurre es que ambos países han crecido muy deprisa y eso ha traído consigo cambios sociales y aspiraciones ciudadanas que el sistema político no ha sido capaz de resolver. La sociedad es así más vibrante que el marco político y exige una adaptación urgente de este último para que el crecimiento macroeconómico se note en la vida diaria de las personas. Fenómenos como la corrupción no hacen más que echar leña al fuego de las injusticias sociales.

No se debe confundir estas protestas con las de la Primavera Árabe en Túnez, Libia, Egipto y otros lugares porque estas últimas propugnaban acabar con las dictaduras y cambiar el régimen político mientras que en Turquía y en Brasil hay democracias que funcionan. Los manifestantes no pretenden sustituir el parlamento por el populismo callejero, no quieren echar a Erdogan o a Roussef, solo pretenden que gobiernen de otra manera y que hagan más caso a la voz de la calle.

Esta falta de sintonía entre gobernantes y gobernados no es exclusiva de países en rápidos procesos de cambio social pues también se da en contextos más maduros. Protestas ha habido en otros lugares como España (los indignados de la Puerta del Sol) y los Estados Unidos (el movimiento Occupy Wall Street) y revelan insatisfacción con el contexto político. Una pancarta que leí en una manifestación en Washington decía: «¡No sabemos lo que queremos, pero lo queremos ya!». En nuestro caso las demandas de los manifestantes también eran difusas aunque coincidían en reclamar una mayor transparencia de los partidos políticos, más atención a la sensibilidad de la calle, reformas en su funcionamiento interno (listas abiertas) y mayor firmeza contra la corrupción. En definitiva, queremos que los partidos estén más atentos al sentir de los ciudadanos que a sus intereses corporativos y eso no es fácil porque va contra la esencia misma del sistema que tal como está diseñado en nuestro país impide que, sin ir más lejos, en España surja un Obama que (al menos) trate de llevar al gobierno el aire fresco de la calle, porque nuestros políticos no vienen de la calle sino de las estructuras internas de los partidos que no premian precisamente la innovación sino la lealtad interna, la docilidad con los jefes y la capacidad de maniobrar en la sombra, conscientes de que el que se mueva no sale en a foto (Alfonso Guerra dixit).

Ese desajuste con la calle y la corrupción que ha financiado a los partidos políticos (enriqueciendo de paso a algunos de sus afiliados) son la causa última del desapego hacia la política y del desprestigio de los políticos. Pero si se conoce el problema debería ser posible buscar soluciones. La salud de nuestra democracia lo exige.

*Jorge Dezcállar es exembajador de España en EEUU