Regresa uno a España tras un par de semanas en países europeos donde las cosas funcionan, los bancos prestan, las empresas producen, los investigadores investigan, los jóvenes no tienen que salir fuera a buscar empleo y donde incluso hay trabajo suficiente para quienes vienen de fuera.

Regresa uno pues a casa y se encuentra con el mismo panorama que dejó a su salida: un rosario de escándalos de corrupción, juicios que parecen no terminar nunca y que dejan, cuando acaban, un mal sabor de boca, políticos que insisten en que no hay otro camino que el que les marca Europa y se resisten a dar explicaciones de sus acciones u omisiones.

Escuchar la radio, leer el periódico sólo produce melancolía cuando no pura y simple depresión. O ¿es que no nos merecemos todo lo que nos pasa?

Ésa es la tesis expuesta por un periodista hijo de emigrantes españoles que trabaja para el semanario alemán Der Spiegel. Describía el pueblo andaluz donde nació como «un lugar donde los hombres son tan hombres que hasta las ovejas debían sentir miedo».

Hablaba en su artículo de los numerosos políticos encausados, del escándalo del dopaje, de la legalización de miles de viviendas construidas ilegalmente en nuestras costas, del escándalo que supone también el que nuestros jóvenes tengan que emigrar en lugar de aportar sus conocimientos al país que pagó su formación y de los que no va a beneficiarse.

Era un escrito absolutamente demoledor y, en mi opinión, parcial e injusto en el que el autor apuntaba su deseo de devolver el pasaporte español para hacerse alemán.

Estuve a punto de escribir una carta al semanario explicando que no se puede escribir objetivamente desde el resentimiento. Y de esto último había mucho en un artículo en el que se podía haber mencionado, por ejemplo, todo lo conseguido con esfuerzo por las generaciones que se hicieron adultas durante nuestra más que imperfecta democracia.

Todo lo conseguido, por ejemplo, en el terreno de la enseñanza, de la investigación, de la sanidad, de la protección del medio ambiente, de los transportes, de las infraestructuras públicas. Todo eso que ahora peligra por culpa de los recortes a los que nos obliga Europa para castigar nuestros viejos pecados.

Estuve a punto de escribir, pero no lo hice. Pensé que, pese a la radicalidad de su rechazo del que había sido su país y el de sus padres, no le faltaba al periodista algo de razón en su amarga crítica.

Y ahora, al regresar al país, y escuchar los mismos manidos argumentos de quienes nos gobiernan, su desprecio de la opinión pública y del propio Parlamento, su tergiversación continua del lenguaje en el más puro estilo orwelliano para justificar lo injustificable, casi me alegro de no haberlo hecho