En medio de la polémica nacional en torno a la reforma educativa promovida por un ministro de Educación sobrado de soberbia y falto de sensibilidad social he leído una entrevista con un premio Nobel de economía estadounidense cuyo contenido me gustaría compartir, aunque sea de forma muy resumida, con los lectores.

Se trata del profesor de la Universidad de Chicago James Heckman, que escribió hace ocho años un artículo en el diario The Wall Street Journal bajo el título de «Catch ´em Young» («Cogedlos jóvenes»), en el que abogaba por prestar la máxima atención al desarrollo infantil desde la edad pre-escolar.

Según declara ahora a la revista alemana Die Zeit, Heckmann creyó durante algún tiempo en la existencia de personas con un coeficiente intelectual inferior supuestamente ligado al grupo social del que procedían.

Lo creyó hasta escuchar con entusiasmo, según confiesa, la conferencia de un experto en neurología infantil llamado Harry Chugan, que le iluminó sobre las consecuencias que tienen sobre el cerebro el trato y la dedicación que pueda recibir el niño en sus primeros años y le ayudó a superar de una vez para siempre el determinismo genético.

Para un economista, argumenta Heckman desde su particular disciplina, «los fallos de los padres corresponden a los fallos del mercado. Y que hay que corregir. Cada uno de nosotros nace en medio de circunstancias sobre las que no tiene control alguno».

Los estudios en torno al desarrollo temprano del individuo demuestran que la desigualdad de experiencias y de educación en los primeros años de la criatura se traduce en la edad adulta en nuevas desigualdades que impiden al individuo desarrollar plenamente sus capacidades.

Diversos estudios realizados en Estados Unidos indican claramente que es posible eliminar, si no todos, al menos buena parte de los efectos negativos del entorno familiar y social si se corrigen a una edad temprana.

La clase alta y las clases medias hacen fuertes inversiones en la educación de sus hijos, y las familias «intactas» invierten también más en ese capítulo por regla general que las monoparentales, señala el economista, según el cual en su país se ha abierto cada vez más la horquilla entre los grupos sociales.

Los niños que crecen en medio de la pobreza suelen recibir menos estímulos, menos atención médica, menos dedicación parental y social, lo que repercutirá negativamente en su desarrollo, pero también en su salud futura.

Se ha medido, por ejemplo, la riqueza y variedad del vocabulario al que están mensualmente expuestos en el entorno familiar los niños estadounidenses de menos de tres años: 500 vocablos en los estratos más bajos, 700 si sus padres pertenecen a la clase obrera y 1.100 si ésos son profesionales. Y esos déficits son luego más difíciles de corregir.

El problema es que hasta hace poco los expertos se fijaban casi exclusivamente en las capacidades cognitivas, en el coeficiente intelectual de los niños sin dar importancia a otros factores como la existencia o no de motivación, diferentes destrezas o capacidades e incluso el estado de salud, cuando todo ello está íntimamente relacionado.

Para el economista norteamericano, la dedicación, la comprensión, el apoyo de los padres a esa edad muy temprana son factores mucho más importantes que el dinero para el desarrollo emocional e intelectual del niño.

Cuanto más tarde la sociedad en intervenir en la vida de un niño socialmente desaventajado, más caro le terminará saliendo, señala Heckman.

«Tradicionalmente se daba limosna a los pobres: era una forma de redistribuir la riqueza. Pero hay que llegar a la predistribución», aconseja el Nobel.

Pero ¿cómo conseguirlo aquí, en medio de un deterioro social sin precedentes y con familias sometidas a situaciones de estrés que no pueden dejar de tener graves repercusiones psíquicas y biológicas en los más pequeños?