Johan Cruyff es un holandés de corto e imbatible sprint que dejó huella indeleble como futbolista y como entrenador en dos de los tres mejores FC Barcelona de los ciento catorce años de historia de la entidad azulgrana. De ser un símbolo permanente, un oráculo para presidentes y entrenadores, un consultor para técnicos, Cruyff ha pasado a ser un cantamañanas que cada dos por tres suelta una idiotez y revienta las portadas de la prensa deportiva.

A este hombre lo tenía yo por alguien inteligente dentro y fuera del terreno de juego. Ocurre con mucha gente brillante que lo sacas de su hábitat profesional y se convierte automáticamente en gilipollas. Al holandés le ha pasado eso. Salir del fútbol profesional y convertirse en un lenguaraz fue todo uno. Muchos aficionados siguen pensando que por el pasado glorioso de sus botas es un sabio del balompié y que todo lo que dice tiene mucho sentido. Y eso es mentira. Que yo sepa, y desde hace un tiempo, Cruyff sólo dice majaderías. De mayor o menor tamaño, pero majaderías. Su incontinencia verbal tiene mucho que ver con su pérdida de protagonismo en el panorama futbolístico. No es consciente de haberse caído desde el cielo de los dioses y haberse descuajeringado la parte del cerebro que controla el sentido común.

He adorado y aún adoro a otros dioses en el olimpo de los más grandes, pero a ninguno le he oído decir estupideces tan gordas. Maradona, por ejemplo, habla más de la cuenta y es excesivo en todo lo que hace. Es incisivo, duro, pero no idiota. Pelé, para mi el rey auténtico, tampoco se va de boquilla y mantiene su imagen de mejor embajador de Brasil por todo el mundo. Incluso Alfredo Di Stéfano, el hombre que reinventó al Madrid y le dio brillo mundial, está ahora de actualidad porque se le ha ocurrido casarse a los 87 años con su secretaria y mánager, cincuenta años más joven que él, pero, salvo a la familia y por aquello de la herencia, no creo que haya nadie que considere una idiotez que un hombre y una mujer se conviertan en pareja, con independencia de la diferencia de edad y de fortuna. A esa decisión firme e irrevocable de quien fue denominado en su día como «La Saeta Rubia» puedes llamarle de otra forma. También puedes llamar de otra manera a la afirmación de enamoramiento que muestra ella. Pero en ningún caso es a ese tipo de cosas a la que yo llamaría idioteces. Para mí, una estupidez o una idiotez mayor es la que ha dicho Johan Cruyff ante un grupo de boquiabiertos periodistas: Que el Barcelona debería vender a Leo Messi con la llegada de Neymar. Hacía años que no leía un tontería semejante. ¡Vender a Messi! Por Dios bendito.

Qué lejos me queda aquella bala holandesa que metía goles inverosímiles, aquel holandés de la «Naranja Mecánica» que, con la camiseta blaugrana, clavó un más que doloroso 0-5 en el Santiago Bernabéu. Aquel delantero centro listo al que vi bordar el fútbol en el Camp Nou y meter a Deusto un gol de engaño y al que también disfruté en el estadio de La Rosaleda, de donde, por cierto, fue expulsado por querer mandar más que el árbitro.