Nada es más sano que reconocer nuestros errores. Dicen los sabios, bueno, el que queda vivo, que errar es propio de personas inteligentes y yo, torpe de mí, me pregunto ¿cuándo se dieron cuenta de su error, antes o después de escribir sus teorías, esas que han movido el mundo en que vivimos?

No es por ser impertinente, recuerdo que, cuando nos castigaban a escribir mil veces: «He sido mala», lo hacías porque, en caso contrario, no bajabas a jugar con tus amigas, no porque el castigo te sirviera de nada.

Vivió hace muchas décadas un sabio pedagogo que decía: Con sangre las letras entran. Yo daría una disertación en contra de esta afirmación, porque, vamos a ser serios, con sangre, lo único que se ha conseguido es que los agredidos, en el momento que pudieron decidir por su cuenta, abandonaran las aulas. Ninguno de los que fueron agredidos en nuestra presencia ha llegado más lejos que los que no lo fueron. Sólo nos llevan una ventaja: el que recibió el castigo corporal guarda amargo un recuerdo de su infancia. Los no agredidos, la idealizamos.

En una reunión de antiguos compañeros, hace unos años en Granada, me preguntó un periodista: «¿Qué recuerdas con más cariño de tu época de alumna del Patronato de Sidi Ifni?». «A mis compañeros de clase», respondí. «¿Y con menos?». «Aquellas notas que se regalaron por ser hijos de papá».

Ese punto, esos puntos no ganados con el sudor de su esfuerzo, levantaron un muro de resentimiento contra unas personas que -aún beneficiadas- no eran las culpables de la felonía. Sin embargo, el tiempo, ese justiciero implacable, ha puesto a cada uno en el sitio que mereció su esfuerzo.