La corrupción huele a colonia cara. Es el espejo cóncavo en el que se reflejan una barba rala y un pañuelo en el bolsillo de una chaqueta. De ella sólo nacen titulares y barrotes, siempre que el protagonista no pertenezca a esa élite que dice a los demás que han vivido por encima de sus posibilidades, como si la prima de riesgo fuera culpa de una pareja desahuciada de una vivienda cualquiera de la Carretera de Cádiz. El corrupto afrenta no sólo a la sociedad, sino al juez y al fiscal que lo investigan, envolviéndolos en una tormenta mediática perfecta, jaleada por los altavoces del vértice del establishment que ve de lejos la prisión, para tratar de mitigar en lo posible las consecuencias de sus actos, pasándose el Derecho Administrativo por el arco del triunfo y paseando ante los demás, como hicieron Hitler y su estado mayor en París, la arrogancia propia de quien nunca conoció la decencia. Nombres de esto sobran: ahí tienen a Luis Bárcenas, un sirvengüenza que ha acumulado, presuntamente, millones de euros en diversas cuentas bancarias radicadas en paraísos fiscales valiéndose de la opacidad del partido en el Gobierno; no se olviden tampoco del caso Filesa, hasta ahora, como decía un fiscal, el único caso de financiación irregular de un partido demostrado, juzgado y condenado en este país. Ahí tienen a Blesa, el excapo de Caja Madrid, al que le han cocinado la salida de la cárcel y, con fundamentos legales y por mor de un juez que no ha estado a la altura, se va a escapar, ya lo verán, de rositas. Como pasó con los Albertos en el último minuto de la prórroga, y como ha pasado, día tras días, hora tras hora, con todas las cúpulas de las cajas de ahorro que nos han metido en esta ruina endémica que nos arrastra al pozo de la inmundicia. Todo para el poderoso pero sin el pueblo, mientras que la sociedad marca el paso al ritmo de una marcha militar acorde al patriotismo de pandereta que ahora preconiza el PP, sin responder, por cierto, como se merece al amigo catalán, ese que cambia dinero para mantener su chiringuito por un referéndum, oiga, a un cuarto de millón de euros el kilo de independencia.

Estamos en un país de corruptos en el que el Ejecutivo confunde reducir el peso del Estado, como entendería un Gobierno verdaderamente liberal, con asaetear a impuestos a las clases medias e impedir que los hijos de los más humildes sigan estudiando, no vaya a ser que algún día nos tosan. Una nación que llama movilidad exterior al vergonzoso exilio de sus mejores jóvenes, los más preparados de la historia; una nación que tiene un partido de la oposición que aún no ha pedido perdón por meternos en este hoyo oscuro, y con un Ejecutivo que piensa que a golpe de gomina y recorte se sale de ésta. Es el insoportable hedor de un país hundido en el fango, carcomido por la corrupción más nauseabunda.