¿Dónde están ahora quienes como el siempre tan engreído Bernard-Henri Lévy reclamaban para Bachar al Asad una suerte, si no tan sangrienta, al menos similar a las del libio Gadafi o el iraquí Sadam Husein?

Ahora algunos parece que comienzan a quitarse las telarañas ideológicas que les impedían ver más claro en el complicado laberinto sirio y reconocer que una dictadura laica como la de Damasco, o antes la iraquí, es a veces preferible a la incertidumbre de un nuevo régimen islamista.

Entre quienes ahora parecen recapacitar está la biblia de los liberales de la globalización, el semanario británico The Economist, que hace unas cuantas portadas pedía «darle duro» a Asad y ahora publica un mapa del «nuevo rostro del terror», advirtiendo de que Occidente no está ganando la batalla contra el terrorismo yihadista.

¿Se creían algunos que se podía dar una patada al avispero de Al Qaeda y pretender que las avispas se quedaran todas dentro?

Ya vimos lo que ocurrió en Afganistán y lo que ha sucedido en varios lugares desde la muerte de Osama bin Laden. Por cierto, ¿por qué no se le atrapó vivo? ¿Cuánto tenían que ocultar sobre antiguas alianzas sus captores?

Ahora tenemos a Al Qaeda convertida en lo que algunos llaman una franquicia, con ramificaciones que van desde el Magreb y el Cuerno de África hasta Malí y Níger, por el Oeste, Kenia, el Yemen, Oriente Próximo y, por supuesto, sus núcleos originales de Afganistán y Pakistán.

Los norteamericanos continúan con sus ataques con aviones no tripulados, violando impunemente espacios aéreos ajenos, y cada una de esas acciones, aunque sirva para deshacerse extrajudicialmente de un presunto terrorista, es como una patada a un nuevo avispero.

Un estudio sobre el terrorismo de la Universidad de Chicago indica que un 95 por ciento de los atentados terroristas desde 1980 respondían a situaciones de ocupación extranjera y no tanto a motivos religiosos.

El último ejemplo lo tenemos en el llevado a cabo contra el centro comercial Westgate, de Nairobi, reivindicado por Shabab, supuesta filial somalí de Al Qaeda, como respuesta a la intervención de tropas keniatas en Somalia.

Un ataque en el que -otra consecuencia de la globalización- tan internacionales fueron las víctimas como los perpetradores, que tenían pasaportes de Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá, Finlandia y varios Estados africanos.

La tolerancia occidental con lo ocurrido en Egipto, el sangriento golpe militar que acabó con un Gobierno democráticamente elegido en las urnas, pero cuya deriva islamista no fue del agrado de una parte de la población de ese país, envía la peor de las señales y refuerza también a Al Qaeda.

Como la fortalece la hipocresía de los países occidentales, encabezados por Estados Unidos, que hablan de democracia cuando quieren decir «libre mercado», y hacen la vista gorda a las violaciones de los derechos humanos en países como Arabia Saudí, que practican oficialmente un islam extremo y financian mezquitas, escuelas coránicas y televisiones que no se cansan de predicar el odio al infiel.