Era varias décadas más joven cuando circulaba en un capricho: un llamativo automóvil Volkswagen «escarabajo». Pasando el tiempo, dejé de llevarlo a revisión al taller oficial donde lo compré -afortunadamente desparecido hace mucho- escamado porque dudaba de que los precios que me cobraban fueran los adecuados. Pero al final tuve que regresar a dicho taller, único que entonces tenía cupo de importación, porque necesitaba adquirir e instalar una pieza original.

Allí me estaban esperando. No como al hijo pródigo que retorna, sino -así los ví- rehiletes en ristre, dispuestos a darle un par de puyazos a una sola mano al cliente desertor que yo era. Juzguen si no el diagnóstico de la avería que me hicieron: «¡Ufff! Eso va a ser el zinembló». Primera banderilla, sabiendo mi absoluto desconocimiento de la mecánica. Sonaba a gravísima avería, de complicada reparación, y cara. Con voz temblorosa me aventuré a preguntar: «¿Me costará mucho?» Segundo puyazo en todo el morro: «pueden ser entre 50 y 50.000 pesetas». ¡Dios mío! casi la mitad de lo que entonces costaba un coche.

Las consultas virtuales -orientadoras o desorientadoras, que ese es otro cantar- eran entonces imposibles, no había internet donde cotejar precios. Resignado fui a recoger el vehículo y, para mi alivio, me cobraron barato. Porque la pieza rota era el «silent block» (zinembló en el decir andaluz): un cilindro de caucho del sistema de amortiguación cuyo coste era mínimo y fácil de colocar.

Aquella situación sería inconcebible hoy día, por la regulación legal exhaustiva de los talleres mecánicos, obligados a tener a la vista lista de precios y costes de todo lo que pueden hacerle al automóvil, e incluso a entregarle al propietario las piezas sustituidas. El cliente -a quien la ley le ha quitado ese apelativo, transformándolo en usuario o consumidor- goza de toda protección: puede y tiene derecho a ser informado, a recibir presupuesto previo, etc. No más sustos ni venganzas con el zinembló a clientes descarriados o simplemente incautos.

El indudable avance que en este punto se ha dado para la seguridad comercial y jurídica, ahora está a punto de retroceder un gran paso. De aprobarse la Ley de Servicios Profesionales en trámite, se desprotegerá a los clientes del amplio sector de los servicios, si nuestros diputados y senadores no lo remedian. Un proyecto impregnado en la idea de una absoluta liberalización del mercado. Idea trasnochada, pues todos estamos padeciendo las nefastas consecuencias que la falta de control del mercado financiero lleva acarreando no solo al área económica, en la que estamos chapoteando desde hace cinco años, sino a todas las facetas de nuestra vida.

Este proyecto es consecuencia tardía de una política de liberalización a ultranza, emprendida en su día por la Unión Europea para parangonar el mercado de nuestros veintiocho países con el norteamericano. Ruptura compulsiva de trabas y barreras al libre mercado que, a la vista de los resultados obtenidos en EEUU en el ámbito financiero, ha forzado a recoger velas; pues de inmediato se volvió a regular el sector bancario. Ahí está para corroborarlo la famosa «troika» de inspectores, dos de ellos actuando por cuenta de instituciones de la Unión Europea. Prohijando la opinión de mi mejor amigo bruselense, «la célebre frase de Monet de que ´Europa se hará a través de una solidaridad de hecho´ se interpreta allí como un avance a base de crisis.»

La ley de Servicios Profesionales reduce la función fiscalizadora de los colegios profesionales sobre sus colegiados, abriendo descaradamente la puerta a la jungla del descontrol, so pretexto de una eliminación de trabas que imponen los colegios con el -se afirma- consiguiente encarecimiento del servicio de los profesionales. De hecho, el cliente ya no tiene una referencia comparativa de los precios de los servicios que demanda en este sector. Carece de orientación para saber si los honorarios que le piden los profesionales son razonables o abusivos.

La sociedad va a perder, y mucho. El intrusismo, ahora controlado, se desbocará. Muchos profesionales podrán actuar en otros campos ajenos a su competencia y especialización. No habrá estándares de control de calidad de los servicios. Se reducirá el control por los colegios de la cobertura de seguros de responsabilidad civil al profesional; tampoco se impondrán sanciones al que actúe contra los criterios regidores de su profesión, porque no necesitará estar colegiado. En lo que mejor conozco, la Abogacía, puede que sigamos siendo la oveja negra europea, si no se exige la prueba de acceso a la profesión, como contempla el proyecto. Se extinguirán o reducirán a lo mínimo los servicios de orientación jurídica a inmigrantes, mujeres maltratadas, menores, discapacitados o presos. Pues con la debilitación y supresión de colegios no podrán mantenerse estos servicios que ahora se prestan, gratis et amore, a cargo de las cuotas de los colegiados. Y la defensa por turno de oficio puede que se tenga que prestar por cuerpos de abogados que pierdan su independencia, al estar directamente sometidos a la Administración que les pague.

Esos son algunos ejemplos de las consecuencias que puede traer ese desmelenamiento y desmantelamiento de los colegios profesionales. Podré quedarme lisiado, incapacitado, arruinado, sin casa, o entre rejas, y sin resarcimiento; pero daré saltos de alegría porque ese sacrificio personal habrá sido en beneficio de la libertad de mercado. Aunque eso sí: ahora ya no me asustan con el zinembló. Mi vehículo estará más controlado de lo que lo estaré yo mismo.