Puede ser que a estas horas en que se ha tomado la molestia de ponerse a leer mi columna estén empezando a ocupar el banquillo de los acusados los ochenta y seis imputados del caso «Malaya», entre ellos diecisiete exconcejales y tres exalcaldes, dispuestos a conocer sus condenas. No he de hacer un esfuerzo demasiado grande para imaginarlos con sus caras de circunstancias, con el gesto último de querer convencer de su inocencia, con la mirada baja que pretende ser humilde. A casi todos los conocí en sus días de vino y rosas, en aquellos dorados tiempos en que miraban el mundo desde su atalaya, desde las altas torres que con tanta rapidez levanta la arrogancia. Todos tenían esa expresión, «la cara del que sabe», según la perfecta definición que de este tipo de gente hace Agustín García Calvo en su famoso poema.

Tengo escrito que el poder no cambia a nadie, tan sólo lo desenmascara, algo que he ido comprobando con el paso del tiempo, ese depredador. Y con el paso del tiempo he comprobado también la absoluta vigencia y fiabilidad del latinajo sic transit gloria mundi, que se empleaba en la ceremonia de coronación de los nuevos papas cuando, al consumirse unas ramas de lino a las que habían prendido fuego, advertían al nuevo pontífice Sancte Pater, sic transit gloria mundi, o sea, «Santo Padre, así pasa la gloria del mundo».

Pero esas cosas ya no se hacen, ni tampoco aquello de que, cuando un general romano entraba victorioso en la Ciudad Eterna, vestido con la toga picta y en un carro tirado por cuatro caballos blancos, se hacía seguir por un esclavo que mantenía sobre su cabeza la corona triunfal mientras le susurraba al oído, en medio de las aclamaciones de la multitud: Memento mori, o sea, «recuerda que eres mortal».

Nada de eso. En estos tiempos que vivimos todo es más pedestre y ya no hace falta una fumata blanca o volver victorioso de la Guerra de las Galias, basta con salir elegido concejal de cualquier pueblo para que las ínfulas te eleven tan alto, tan alto, que des a la caza alcance. Es el mismo mal, pero más extendido. Los humanos llevamos milenios repitiendo el error, incapaces de aprender de la experiencia de quienes nos precedieron. Ya nos advertía Descartes que el buen sentido es lo que está mejor repartido en el mundo, pues cada cual piensa que posee tan buen lote, que incluso los más exigentes no suelen desear más del que ya tienen. De modo que vamos tropezando una y otra vez en

el mismo lugar exacto y cayéndonos de boca, sucesivamente, con todo el equipo, sin que aprendamos absolutamente nada. Lo único que cambia de tanto en tanto son los rostros, pero no la ambición, ni el endiosamiento, ni tampoco la inevitable, previsible caída.