En un viaje que he realizado no hace mucho a un país extranjero (mantendré por cortesía el anonimato) una profesor me entregó un largo documento con la relación de los colegios de ese país, ordenados según su calidad educativa.

Pregunté que cómo se había elaborado el ranking y la profesora me contestó que a través de un proceso de assessment. Es decir, a través de pruebas estandarizadas (iguales, pues, para todos) que se habían aplicado a los alumnos y alumnas de los colegios. Se habían comparado los resultados y se había hecho la clasificación.

Repasé detenidamente la lista y reparé en un hecho que me llamó la atención, ya que conocía uno de los cinco primeros colegios de la lista. Ese colegio (privado, privadísimo) practica la xenofobia en el proceso de admisión de los alumnos: no admite etnias como la gitana. Es un colegio elitista, al que no pueden acceder los hijos de familias pobres, ya que no pueden pagar ni la matrícula ni las mensualidades. Sé también que los alumnos y alumnas que no van bien, son instados a abandonarlo. «Por su bien» y «para no perjudicar a los demás».

Me puse en contacto con un profesor que conozco y que, muy a su pesar, trabaja en ese colegio. Le hablé de esa lista y de mis preocupaciones sobre el concepto de calidad que la había inspirado y añadió un poquito más de inquietud a mi desazón inicial. Me contó que la víspera de las pruebas, se había pedido a algunos alumnos y alumnas que al día siguiente no acudieran al colegio porque iban a realizar unas pruebas para medir la calidad y que ellos podían dañar la imagen del colegio. De modo que un colegio tramposo, insensible, elitista, racista y xenófobo, ocupaba uno de los mejores puestos en el ranking de calidad. Y, acaso, una escuelita perdida en la montaña, con tres maestras entregadas en cuerpo y alma a los niños y a sus familias, queda relegada por esa evaluación a los últimos lugares de la lista. Qué injusticia.

¿De qué calidad hablamos? En el años 2003 coordiné un libro titulado «Trampas en educación: el discurso sobre la calidad». El editor me dijo que no fuese tan duro, que no hablase de trampas sino de€ controversias. Y, claro está, dije que no. Que quería denunciar trampas, no alimentar discusiones. Que él escribiera, si así lo deseaba, el libro a cerca de las controversias sobre la calidad.

He hecho repetidas veces un ejercicio en mis clases y conferencias para provocar la reflexión sobre el proceso de evaluación del alumnado, de las escuelas, de los programas, de los sistemas educativos€ Es decir, de la evaluación educativa, en general. Entrego a los presentes una lista con diferentes funciones posibles de la evaluación. Son funciones de diversa naturaleza. clasificar, seleccionar, comprender, medir, diagnosticar, mejorar€ Y así hasta doce. Y les pido que, por favor, indiquen cuál es la función que consideran más importante, más valiosa, más necesaria, más útil, más deseable. Es decir, les pido que digan cuál de las funciones tiene una mayor riqueza conceptual o/y práctica. Les pregunto, pues, por la función ideal.

Casi sin excepción, las funciones más mencionadas en la respuesta a esta pregunta, se encuentran en los siguientes verbos: mejorar, comprender, aprender, dialogar, reorientar, comprobar€ A continuación les pido que, de la misma lista, elijan la función más real, la más frecuente, la más presente, la que han visto más veces. Y, casi sin excepción, han dicho: clasificar, comparar, seleccionar, medir, controlar, jerarquizar €

El debate no se establece, pues, en esta fase. Hay una coincidencia casi plena a la hora de definir cuáles son las funciones más ricas y las más pobres, las ideales y las reales. El problema es posterior y, responde a la siguiente pregunta: ¿por qué no coinciden las reales con las ideales?, ¿por qué no se convierte en real lo que se considera ideal?, ¿por qué no están presentes en la práctica las funciones que todos consideran más importantes€?

Es probable que esta cuestión tenga un desarrollo similar si son políticos los interlocutores. Es decir, aquellas personas que toman las decisiones sobre cómo ha de ser la evaluación. Me cuesta pensar que haya personas dedicadas a la política que consideren ideales, deseables, prioritarias las funciones más pobres pedagógicamente hablando. Téngase en cuenta que una evaluación pobre genera una enseñanza pobre. Porque existe la tendencia de considerar la evaluación como un fin, no como un medio. Y así está sucediendo: que no se pone la evaluación al servicio del aprendizaje sino el aprendizaje al servicio de la evaluación.

Cuando he lanzado la pregunta, los asistentes tratan de ofrecer alguna explicación. Hay quien sugiere que es más fácil, más cómodo, menos comprometido, entregarse a aquellas dimensiones menos acordes con el verdadero sentido de la educación y, por ende, de la evaluación. Es más sencillo dejarse seducir por visiones menos exigentes y menos comprometidas.

Hay quien piensa que ese hecho, por muy irracional que parezca, es la consecuencia lógica de vivir inmersos en una cultura neoliberal. En ella son ejes de las concepciones, de las actitudes y de los comportamientos unos principios que se sustentan en el individualismo, la competitividad, la obsesión por la eficacia, la privatización y dl olvido de los desfavorecidos. Las funciones más pobres de la evaluación se retroalimenta con esos principios. Lo importante es comparar, competir y ganar.

Otros plantean que siempre se ha hecho así y que es el peso de la rutina y de la inercia el que condiciona el proceder. Puede ser más racional y más ético encaminar la evaluación hacia el aprendizaje y la mejora, pero es más cómodo dejarse llevar por lo que siempre se ha hecho.

Algunos dicen, en cuarto lugar, que el pesimismo hace que pensemos que no es posible alcanzar aquello que deberíamos perseguir. Sí, sería deseable, pero no es posible. Porque es difícil y porque nosotros no tenemos la capacidad y la voluntad de alcanzarlo. Hay un poso de fatalismo instalado en nuestros corazones que nos hace desestimar cualquier esfuerzo bajo la sospecha de que será inútil. Decía Paulo Freire que el fatalismo es el principal enemigo de la educación. Porque atenta contra el núcleo esencial de este proceso que consiste en dar por buena la idea de que el ser humano puede aprender, de que el ser humano puede mejorar.

También hablan de la falta valentía cívica, que es una virtud democrática que nos hace ir a causas que, de antemano, sabemos que están perdidas. ¿Por qué digo valentía? Porque muchas de las posiciones negativas están asumidas por el poder. Y es más fácil respaldar al poder que criticarlo y enfrentarse a él.

Yo pienso que, a pesar de todas las inercias habidas y por haber, hay que hacer lo posible (cada uno en su lugar y nivel) por hacer imperar el sentido común, la lógica y la ética. Para que acabe coincidiendo lo ideal con lo real.