En los presupuestos generales del Estado para el año que llama a las puertas hay más dinero para asesores personales del gobierno y para coches oficiales que para ayudas a la dependencia o para la lucha contra la violencia de género. El recorte es de un tercio menos sobre los presupuestos de 2013.

A mí, personalmente, me produce vergüenza tanta desvergüenza. Imagino que a muchos millones de españoles debe pasarles igual. Se amontonará la indignación, por poner un ejemplo de hoy mismo, en los 515 trabajadores de la papelera Sniace que irán a la calle en tanto unos cuantos beneficiados gubernamentales, además de conservar sus puestos y sus grandes sueldos, estrenarán coches y chóferes para que los lleven y los traigan a los restaurantes madrileños. ¿Y qué pensarán los miles de obreros despedidos o a punto de despedir en tantas provincias, en tantos centros de trabajo, cada día que pasa?

Quizá esa insistencia en mantener la mentira de que España está mejor que antes es la que les justifica aumentar el parque móvil y la nómina de consejeros áulicos que escriben grandes discursos en inglés para personalidades de bella oratoria como la señora Botella. Cuando el presidente Rajoy llegó al Gobierno había un millón de parados menos que los que hay en estos momentos. Con ese panorama no me parece lo más oportuno ni lo más considerado aumentar el número de consejeros ni comprar más coches para los paniaguados de los ministerios.

Es verdad que, con las grandes partidas de los nuevos presupuestos en la mano, tendríamos referencias comparativas para evidenciar cómo la tendencia a la desigualdad sigue manifestándose en las actuaciones de los Servicios Sociales y Promoción Social. Con estos presupuestos para 2014 seremos más pobres de los que somos ya.

Con los pensionistas han atravesado la línea roja que prometieron no traspasar. Quienes han dado su vida para que este país fuera algo mejor de lo que era, se encuentran ahora con que el poder adquisitivo de sus escuálidas pensiones se verá mermado con la subida del IPC. Se llenaron la boca de promesas. A gritos. «¡Las pensiones no se tocan», decía desgañitado Javier Arenas. El mismo Rajoy y sus adláteres más próximos hacían idénticas promesas falsas. No se iban a tocar los derechos sociales que tanto costaron alcanzar a los trabajadores. Los recortes no afectarían a los menos favorecidos. Pero todo era una grandísima trola. Tenían más que estudiado cómo iban a desmontar el estado del bienestar, cómo pretendían desguazarlo, privatizarlo, cómo iban a darle la vuelta a la tortilla a favor de quienes más tienen que justamente deberían ser los que menos necesitan.

Ya no hay debate entre lo público y lo privado. Gana por goleada lo privado. El desmonte de los derechos sociales cuenta, además, con el bombardeo de las televisiones oficiales y con el elogio fanatizado de unos tertulianos a los que sólo falta que les tatúen en la frente las dos letras del partido que manda.

Aprendieron de alguien muy significado políticamente que cuando una mentira se repite muchas veces termina por parecer una verdad. Ahora, en estos momentos, están aplicados, todos a una, a la tarea mediática de machacarnos con la falacia de que se ha acabado la recesión, de que hay brotes verdes, de que ya se ve la luz al final del túnel, de que ya mismo dejarán de subir las cifras del paro. Y ponen el mismo énfasis, el mismo empeño, que cuando prometían que no tocarían el bienestar social. Nos creerán tontos porque parece que no percibimos que el paro sigue aumentando, que los trabajadores siguen siendo despedidos en masa, que los funcionarios sufren la bajadas de sueldos, que los pensionistas han sido apuñalados por la espalda con el engaño del IPC. Y ahora nos salen con el aumento de plantilla en la clase privilegiada de los asesores personales y en el agrandamiento de los garajes de coches ministeriales.

Creíamos que, al menos, respetarían la línea roja que separa la ética de la desvergüenza. Pero no. Estos no respetan nada.

*Rafael de Loma es periodista y escritor

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