Imposible deslindar, ante un amanecer deslumbrante, cuánto de ese desgarrón en la normalidad viene de lo visto y cuanto de los ojos que miran, pero es un hecho que el cielo hacia el Este, a esa hora, era un tejido de nubes alargadas rojo y brillante, de lomo ondulado, hinchado y terso, mientras al Sur/Suroeste, con un vano de cielo libre y neutro por medio, el tono gris oscuro de las nubes no era menos inquietante que su forma, deshilachada, torpe y confusa, como si en ese instante a un lado estuvieran la belleza, la verdad, la fuerza de todo lo que nace, y al otro, en desbandada, sin orden ni concierto, los restos cansinos de la noche. Así de maniquea se presentaba la moral del día, cuando, cambiando a una ventana orientada al Noroeste, el aire era una masa gris algo azulada, más gaseosa que compacta, con algún brillo errante y de dudoso origen. Entonces me sentí mejor, más libre.