Pocas veces se han visto en un solo proceso semejante montaña de corrupción y repugnante afán de lucro como en del llamado caso Malaya. Empresarios, en su mayoría constructores, políticos y urdidores de tramas: allí se ha juntado en un totum revolutum lo peor de la España (pos)franquista. La prensa se ha fijado en sus editoriales y comentarios en la levedad de las penas dictadas por la Audiencia de Málaga en relación con la gravedad extrema de los hechos.

Hay, sin embargo, quien ha soltado un suspiro de alivio pensando que al menos en este caso ha habido condenas y no se ha dejado como tantas veces que prescribieran delitos probados. ¡Así anda la justicia entre nosotros!

Ha habido condenas, ciertamente, pero ni son todo lo duras y ejemplarizantes que debieran ser ni se han sentado en el banquillo todos los responsables por activa o por pasiva de lo ocurrido. Durante demasiados años, muchos políticos e incluso sindicatos hicieron la vista gorda cuando no coquetearon directamente con los representantes de partidos tan impresentables como el GIL de triste memoria. Y partidos de todos los colores compartieron gobiernos municipales con sus secuaces.

Y muchos de esos ciudadanos que hoy, cuando los entrevistan, exigen que los políticos y empresarios condenados devuelvan todo el dinero que robaron en Marbella se desgañitaron en su día jaleando al fundador de ese partido y a sus correligionarios y los votaron una y otra vez aun a sabiendas de sus repugnantes trapicheos porque pensaban sacar algún beneficio. Una emisora de televisión emitió el fin de semana un reportaje de investigación en torno a uno de los personajes más pintorescos de este proceso, el empresario Rafael Gómez, más conocido como Sandokán, finalmente condenado a seis meses de prisión y 150.000 euros de multa cuando se le pedían 1,2 millones por cohecho y prevaricación.

El reportaje documentaba sus atropellos de las leyes urbanísticas, inconcebibles en cualquier país menos corrupto, pero también la tolerancia cuando no connivencia de muchos que tuvieron relación con él. Ninguna ley le impedía cumplir sus propósitos pues sabía que, aunque terminase en el peor de los casos pagando una multa, ésta siempre sería infinitamente menor que el beneficio que obtendría de sus construcciones ilegales. Y no ha estado ni mucho menos solo en esas prácticas.

Y ahora, ¿quién nos resarcirá de todos esos terrenos antes vírgenes que eran de todos y que se privatizaron para construir en ellos urbanizaciones del casi siempre peor gusto? ¿Quién nos devolverá unos paisajes salvajemente violados para disfrute de unos pocos y lucro de corruptores y corruptos? De nada de eso se ha ocupado este proceso.