Cada mañana a eso de las 7 coge el tres que le lleva desde Puerta Blanca a su trabajo, no es, ni mucho menos, el mejor trabajo del mundo pero él lo hace con alegría. Cada vez que un cliente pasa por delante suya le sonríe, parece contento. Tiene sus productos perfectamente ordenados y sus precios escrupulosamente establecidos, sabe de ventas como el que más. Probablemente no ha ido nunca a un seminario de ventas, a ningún taller de networking, ni mucho menos es especialista en social marketing, es más no creo que tenga ningún MBA, ni ningún título. Cuando ve a sus clientes lo primero que hace es darle los buenos días. Te pregunta cómo estás, te cuenta que a él le va todo bien, que va tirando, que ayer no pudo venir a su trabajo, pero por su media sonrisa socarrona puedo interpretar que se escaqueó, o no, pero bueno lo asume y sabe que tendrá que echar más horas otro día o venir el sábado. Se llama Juan, bueno el dice que se llama Juan aquí y John «en inglés». Es de Nigeria y es el negro del semáforo del arroyo Jaboneros. Inmigrante. Vende lo que puede mientras «está en paz con el señor», casi nadie para a comprarle, pero no pierde la sonrisa. Choque de nudillos, puño al corazón y me hace así con la mano como los surferos, o como hacía Ronaldinho, siempre pregunta cada mañana «¿Cómo te va?», «¿Que cómo me va?¿Cómo te va a ti, Juan?» le espeto, «¿qué tal el «rubio»? ¿Mejor del resfriado?», me dice. A diario, camino de la guardería de mis hijos, paso en coche por el arroyo Jaboneros, tengo la manía de poner la misma canción en la radio, al tercero, el «rubio», le ha tocado oír «Color Esperanza», no encuentro canción más apropiada para las mañanas de esta era que vivimos. Cuando pasamos por el arroyo, suena la estrofa que dice «pintarse la cara color esperanza» y veo a Juan y me queda claro que la esperanza es de color sonrisa; color sonrisa de Juan, traída en su esperanzadora cara por un inmigrante de Nigeria directamente para nosotros. Inmigrantes en su alegría.