Mengua la justicia, crece la filantropía, la forma de católica caridad practicada con toda indiscreción por los protestantes. Esas fortunas que se ofrecen de regreso a la sociedad crecieron con la explotación de miles de personas. Si pensamos en el sector textil lo veremos muy claro en el edificio que se derrumbó en Bangladesh. Murieron miles de personas, pagadas a dólar por día, que fueron coaccionadas a entrar en un edificio con grietas del tamaño de un puño de boxeador. Los damnificados y los deudos fueron compensados a tenor del dólar día que valían sus sueldos. Eso crea y mantiene fortunas mundiales.

Del torrente de dinero que producen esas manufacturas en el mercado, una pequeña parte, que puede resultar una bonita suma, acaba en filantropía. El filántropo habla del sentimiento de devolver a la sociedad una parte de lo que ésta le ha dado, nunca de lo que él logró arrancarle aprovechándose que del trabajo a muy poco precio. Saldría una sociedad mejor si hubiera pagado para que vivieran bien, en lugar de devolver, años después, una propina.

Pero así se hace. Se constituye una fundación que desgrava -que saca impuestos del caudal común de la sociedad que puede votar con qué criterios prefiere repartir- y dedica si dinero a aquello que buenamente prefiere el filántropo en la libertad individual que le anima. Hay filantropías tan misantrópicas como sacar gatitos abandonados de zonas de guerra, con todo el respeto a los señores gatitos.

A partir de ahí todo va destinado a construir la figura del donante como filántropo y la del filántropo como corrector social, olvidando su alta contribución a los desequilibrios en todos los escalones, desde el de la explotación de los trabajadores hasta el escamoteo de impuestos. Como aquí no hay tradición, además tenemos que envidiar la filantropía americana.