Después de que algún lumbreras de los que pronosticaban el pleno empleo sugiriese aquello de que la crisis iba a empobrecer más a los pobres y devastar a las familias, como si pudiera hacer lo contrario, dar de comer a niños hambrientos y poner en un yate a estudiantes de colegios públicos, el desastre financiero se ha entretenido en su onda media en provocar todo tipo de efectos imprevistos. Especialmente, en el mercado, en el que el cataclismo se deja sentir hasta en campos aparentemente alejados del bien y del mal. No aludo con ello a ningún tipo de subproducto relajante, sino a cuestiones como la industria del alargamiento de pene, que debe haber sido al traste, a juzgar por la falta de anuncios. Por alguna razón que se escapa al entendimiento común de los ciclos de la economía el hundimiento de las subprimes ha acabado también de un plumazo con toda esa gama de escalofriantes correos anónimos que hacían sentir a las mujeres mayores que daban clases de informática en los centros de barrio que habían perdido su lugar en el mundo; en internet ya nadie quiere ensanchar el miembro de nadie. Es como si la indignación hubiera dado por supuesto el priapismo y el mundo de la hinchazón genital hubiera pasado a una pasión de segundo orden, al estilo del calentamiento global o los discos de Mari Trini. Si en mitad de la romanza del ladrillo a un economista le hubieran hablado del fin de las prolongaciones viriles habría puesto en definitiva la misma cara de póker de Rato cuando se le advertía de la llegada del fin de los tiempos y del crack definitivo. «Señor, parece que esto no va bien», decían. Y él en la balconada, silbando una de Julio Iglesias mientras tronaban en el horizonte terribles enemigos. Algunas consecuencias de la crisis eran presumibles y otras se hacen el lío; por ejemplo, se suponía que la barcenada iba a servir para aumentar el control de los políticos españoles y no para reafirmarlos en una democracia hecha a trompicones, casi con apatía. El Gobierno quiere ser más claro, pero se sigue enrocando en una actitud de las que espeluznan a medio mundo: en lugar de dar explicaciones inmediatas y someterse al escrutinio del Parlamento y de las entrevistas no pactadas, esconde la cabeza y tarda meses en dar respuesta a un asunto que en países civilizados habría bastado para sentar a diario al presidente frente a la patata de los micros. Y para colmo, los muy cachondos sacan una ley de Transparencia. ¡En una tierra con más de 10 millones de personas gobernadas por gente a la que nadie ha votado! Sin complejos. Alargando la vergüenza torera de este país de primos.