Para no quedar reducida a la irrelevancia política, y animada por la dirección nacional de su propio partido, Alicia Sánchez-Camacho, líder del PP catalán, viajó el lunes a Madrid para presentar su propuesta de dotar a Cataluña de una financiación «singular», con «límites» a la solidaridad interterritorial. El propio Rajoy ha dejado caer en alguna ocasión que no descarta ofrecer una financiación «mejorada» a la Generalitat para poner diques a la marea independentista. Pero eso no será antes de 2014, y para llegar hasta ahí es indispensable que Mas desista de la consulta, «legal» o «tolerada», que quiere convocar ese mismo año.

Sánchez-Camacho llegó con su idea, que no deja de ser una nueva versión de la «tercera vía» -pero sin reforma de la Constitución-, y recibió un «no» tan rotundo que ni siquiera compareció con Cospedal después de los «maitines» para explicarse. Las explicaciones las dieron la «número dos» del PP -sólo es «una propuesta» más, dijo- y, sobre todo, el presidente madrileño, Ignacio González, quien amenazó con convocar -él también- una consulta «si alguien tiene la tentación de dar un régimen fiscal a la carta» a Cataluña. Toda una victoria para los independentistas, que así pueden decir que Rajoy no dialoga ni siquiera con los de su propio partido.

Sin embargo, es obvio que el PP utilizó a Sánchez-Camacho para testar la reacción de sus barones al único movimiento que Rajoy parece estar dispuesto a hacer para reconducir la crisis soberanista. Y ya ha podido constatar que tampoco esa vía tiene visos de ser factible. Y no sólo porque el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, dijera ayer, para aliviar las tensiones internas, que «la financiación ahora no toca», sino porque, cuando toque, y haya dinero en la caja común, será tarde. Ya lo es ahora, al menos a juzgar por la reacción de Convergència y Esquerra. Y, no obstante, para el PP todavía es pronto.

Rajoy sigue ignorando lo que se está cociendo en Cataluña: gana tiempo, pero no para dar con una solución al embrollo, sino sólo para que no le toque a él resolverlo. Y se esté o no de acuerdo con la pretensión independentista, es innegable su pujanza, especialmente entre los más jóvenes. Como es innegable también que un arreglo dinerario sólo serviría para colmatar temporalmente la grieta de la desafección con España, que volvería a abrirse bajo la presión de la siguiente crisis económica.

El «España nos roba» ha resultado ser un potente eslogan, y en vez de tomarse la molestia de desmontarlo recordando que los impuestos no los pagan los territorios, sino los ciudadanos, que son libres e iguales ante la ley -o argumentando, como hace el historiador José Varela, que «la democracia es la negación de los derechos históricos» desde la Revolución Francesa-, todos los partidos -el último, el PP catalán- han volcado sus energías en la búsqueda de nuevas fórmulas de organización territorial, o de redistribución de los fondos comunes en función de quién aporta más a ellos, lo que, en última instancia, significa que dan por bueno un falso e ignominioso aserto.

Claro que también hay quien está dispuesto a sostener que esos mismos ciudadanos catalanes -sean independentistas o no- terminarán volviéndose contra Mas y Junqueras cuando la crisis remita, al ver que el resto de los españoles disfrutan de más y mejores servicios públicos que ellos. En ese caso, y si de verdad CiU y ERC albergan ese temor, no sería descartable que un grupo de moderados de Convergència estuviese animando al Gobierno a mostrar más firmeza ante las pretensiones soberanistas de Mas. A escondidas, por supuesto, porque en público no se atreven.