El secuestro, el jueves, del primer ministro libio, Ali Zeidan, es una muestra más del excelente estado de salud del que gozan los grupos yihadistas en el mundo islámico. Es cierto que en todos los despachos llegados de Trípoli se resalta el teórico carácter de aliada del Gobierno de la milicia ejecutora del secuestro, detalle que permite enmascarar la acción bajo la difusa etiqueta de intento de golpe de Estado. Pero no lo es menos que el móvil proclamado del secuestro ha sido vengar la captura por Estados Unidos del dirigente de Al Qaeda Abu Anas al Libi con la supuesta complicidad o pasividad del Ejecutivo de Zeidan. Detalle que siguiendo la lógica anterior obliga a etiquetar la acción como intento yihadista de golpe de Estado.

Cuando al mundo le estalló ante las narices el 11-S, se atribuía a la Al Qaeda de Bin Laden la inquietante posesión de decenas de campos de entrenamiento en numerosos países islámicos. Doce años después, aquella inquietud se ha vuelto pulga comparada con la elefantiásica pujanza del yihadismo en armas. Sin ánimo de exhaustividad, y sin contar a los «lobos» más o menos solitarios que deambulan por Occidente en busca de carnaza, puede asegurarse que grupos yihadistas operan a tiro limpio, hoy mismo, a esta misma hora, en Filipinas, Indonesia, India, Pakistán, Afganistán, Irak, Yemen, Somalia, Egipto, Libia, Argelia, Mali, Mauritania y Nigeria. Más allá de la simpleza mediática de considerarlos «franquicias» de la fantasmática Al Qaeda en lugar de emanaciones de las petromonarquías integristas, todos estos grupos tienen un objetivo común: la puesta en pie, mediante tácticas militares que van del terrorismo a la guerrilla, de dictaduras religiosas basadas en la más rigurosa interpretación de la ley islámica.

Con toda intención he dejado en el tintero tres grupos, resumibles en dos categorías: la de los gobernantes y la de los opositores. En la primera se incluyen los radicales palestinos de Hamás, hegemónicos en Gaza, que enlazan con los yihadistas egipcios del Sinaí, embarcados en una escalada contra el ejército golpista egipcio. También caben ahí, pese a que su carácter chií los opone a todos los demás, los milicianos libaneses de Hezbolá. Respaldados por Irán, son cruciales para la estabilidad o explosión de Líbano y se han demostrado eficaces aliados de Asad en la guerra civil siria. La segunda categoría, la de los meros opositores, se compone de un único especimen: los yihadistas de vario pelaje que en esa misma Siria libran una doble guerra contra el régimen de Asad y contra los elementos más moderados de la propia oposición.

Es precisamente esta presencia yihadista en territorio sirio una de las causas de que la insurrección contra Asad se haya vuelto un problema de difícil manejo para EEUU y sus aliados, que no dudaron en impulsarla en sus primeros compases. Derribar al régimen sirio, clasificado durante años por Occidente como vivero de terroristas, parecía el siguiente escalón lógico de las revueltas árabes tras las caídas de Ben Ali, Mubarak y Gadafi. Sus réditos estaban claros: arrebatar a Rusia una zona de influencia y dar una lección a Irán, que directamente y a través de Hezbolá es junto con Moscú el principal sostén de Damasco. Ah, y democratizar Siria. Perdón por el olvido.

Sin embargo, la negativa rusa a dar cobertura de la ONU a una intervención y el robustecimiento del yihadismo entre los opositores desbarataron los planes iniciales e impulsaron una espiral de caóticos titubeos. Este desconcierto desembocó a finales de agosto en el abortado ataque militar estadounidense a Siria, una rocambolesca historia que en parte se explica por las fuertes tensiones entre la pactista Casa Blanca y los «halcones» militares. Acto seguido, el ataque que Obama no quería se transformó en el actual proceso de desarme químico sirio.

Oficialmente, de este desarme de futuro incierto, combinado con un apoyo de bajo perfil a la oposición moderada a Asad, se espera que salga una conferencia de paz generadora de un Gobierno de transición. Este Ejecutivo, además de evitar que Siria se convierta en peligroso territorio sin ley en el corazón del explosivo Oriente Medio, debería permitir salvar la mayoría de sus muebles al régimen de Asad e integrar a los insurgentes moderados en un bloque de poder capaz de aniquilar a los yihadistas mediante una prolongación de la guerra civil sin aparente fecha de caducidad.

Claro que tan evanescentes planes de futuro, y todo el galimatías mediático que han generado a costa de la supuesta incapacidad de Obama y la inconmensurable sabiduría de Putin, colocan a Siria en un primer plano sólo en parte merecido. Porque al incipiente desarme químico en Siria se le pueden atribuir no uno sino dos objetivos. Por supuesto, se trata de evitar que el imprudente intento de derribo de Asad sitúe a un enjambre de yihadistas triunfantes a las puertas de Israel. Pero también, y muy importante, se trata de mostrar al régimen de Teherán la conveniencia de seguir la senda negociadora que le ofrece la administración de Obama para borrar de la agenda mundial el problema del programa atómico iraní. Sólo en esa perspectiva cobra todo su sentido el amago de ataque de agosto, prólogo del subsiguiente comienzo del deshielo en las relaciones entre EEUU e Irán.