En plena Guerra Mundial, os años van pasando y las palabras de Aldous Huxley se hacen más sabias, más verdaderas, más necesarias. Falleció el maestro el mismo día en que asesinaron en Dallas al presidente Kennedy. A él lo asesinó un cáncer. En uno de sus libros capitales -Time must have a stop- decía uno de sus personajes, Sebastian Barnack, que las clases conservadoras eran al mismo tiempo las vigas maestras del edificio en el que vivimos y la carcoma que las devoraban. Los pilares que sostenían el progreso y el bienestar y simultáneamente la dinamita que los hacían saltar por los aires.

Sabía de lo que hablaba. Time must have a stop fue publicado en Estados Unidos en octubre de 1944 y en Inglaterra en febrero de 1945. Muy cerca del final de la Segunda Guerra Mundial. Es uno de los grandes libros del siglo XX. Fue la obra favorita del autor. Esa primera edición británica, en un papel de muy pobre calidad, anunciaba, como era preceptivo en tiempo de guerra, que «este libro ha sido producido en completa conformidad con las medidas de optimización económica autorizadas». Me la regalaron en 1957. Estaba en la biblioteca del antiguo Hotel Santa Clara de Torremolinos, el Castillo del Inglés. Era un texto profundamente inteligente, elegante y corrosivo, sin concesiones.

Huxley opinaba que gracias a las clases conservadoras el sistema social funcionaba generalmente bien en occidente. Pero también insistía en que ese mismo sistema, una vez fuera de control y enloquecido, podía llevarnos también, una y otra vez, a la catástrofe. No olvidaba el maestro que la Primera Guerra Mundial (1914-1918) fue el fruto de las ambiciones y del hubris de las élites de los imperios europeos, incapaces de evitar o frenar aquella carnicería que haría desaparecer el mundo civilizado y amable de la belle époque de la faz de la tierra.

Después de un no muy largo paréntesis, la ultraderecha nazi de Alemania, secundada por el fascismo italiano y el militarismo totalitario japonés, llevaron el mundo a una nueva contienda a escala planetaria. La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) fue la más atroz de la historia de la humanidad. Esa guerra nunca hubiera sido posible sin la coalición del partido nazi, en minoría, con los conservadores alemanes, capitaneados por Franz von Papen, el dirigente de la gran derecha moderada germana. La que llevó finalmente al poder al futuro «Führer», Adolf Hitler, como Canciller del Reich.

Eric Hobsbawm (el filósofo imprescindible de la historia del siglo XX) analizó minuciosamente en su obra The Age of Extremes el gradual descalabro de las instituciones democráticas en el período entre ambas guerras mundiales, afirmando que en Europa «probablemente vale la pena que recordemos que en ese período las amenazas a las instituciones liberales provenían exclusivamente de la derecha política».

La semana pasada dediqué un artículo a la entrada de un partido minoritario de la extrema derecha noruega, el FrP, en la coalición de gobierno con los conservadores de ese país escandinavo. En Francia, según un sondeo de IFOP publicado hace unos días por la revista Le Nouvel Observateur, el Frente Nacional, la opción de extrema derecha fundada en 1972 por Jean-Marie Le Pen, probablemente sería la más votada en una futura consulta electoral en Francia. No son éstos buenos tiempos.