Lendínez el fugitivo. Podría ser el título de una novela de Saramago. Lendínez el fugitivo. Tal vez de un relato de Borges. Javier Lendínez fue un concejal del GIL. Un joven de Marbella al que le pilló el gilismo y decidió unirse a él. Un tipo de carne y hueso pero con peripecia de novela. Un personaje. Se dio al trinque como tantos, vivió la época dorada para la guarda de corps de Gil (no pagaban la cuenta ni en las máquinas de tabaco) y cuando la Justicia comenzó a actuar se borró del mapa. Bueno no, se marchó a Bali, que es casi como desaparecer pero sin embargo supone seguir en este mundo. Lendínez fue concejal hasta 2003, fecha en la que el régimen (del que ahora se quejan mucho pero bien que lo votaron en masa...) llevaba ya doce años. Se fue luego al grupo mixto, que es una excrecencia política o un cementerio o un paso intermedio para el transfuguismo. No sabemos por qué se fue Lendínez del GIL. Pero sí porque se fue a Bali. Para huir de la Justicia. Ahora dice que ha vuelto por su novia, que estaba enferma, y por su madre, que lo echa de menos y lo considera su hijito pequeño. Lendínez se adorna de razones lacrimóginas para ablandar a la peña, aunque no tenemos por qué desconfiar de ellas. Lo cierto es que su delito ha prescrito. Uno de ellos. El que lo condenaba a nueve meses. La prescripción es a la Justicia lo que la lotería a ganar dinero. Uno se imagina a Lendínez en Bali llevando una vida regalada, apurando jugos de fruta, con camisolas floreadas, rodeados de mulatas (da igual que no las haya en Bali), en la orilla con gafones de sol y al fondo un cocotero y un chiringuito de madera. Sin embargo, el pobre estaba acongojado, que ya saben ustedes que es la forma fina de escribir otro verbo. Está visiblemente delgado, lo cual no tendrá que ver con la calidad de la gastronomía de la zona, sino con sus preocupaciones. No tiene buena cara, pero debe ser esa la que a uno se le pone cuando ve el trullo cerca. Lendínez trabajó como guía turístico, pero lo suyo hubiera sido para protagonizar una novela redonda que hubiera ejercido en Malasia, o sea, malayo por partida doble. Lendínez en su novela se levantaría al alba, haría flexiones, bebería zumo de piña y se iría a recoger a un grupo de turistas canadienses obesos y forofos del hockey para llevarlos a un autobús vetusto que los trasladaría del aeropuerto al hotel. Mientras los canadienses asaltaban los bombones de cortesía de sus habitaciones, miraría en el Internet del hotel qué publicaban los periódicos de su tierra, cómo había quedado su equipo y qué películas estrenaban. Tendría una punzada de añoranza y melancolía y luego llevaría a los canadienses a ver la zona, explicando despacio y con acento marbellero las bondades de tan fantástico paisaje. Tal vez una canadiense de Ontario con las cejas muy rubias y el pecho algo caído pero prominente le diera una propina y él la recogiera un poco azorado y pensando que tanto pringue y tantas comisiones y tanta pasta como se llevaron otros que se fueron de rositas y él sin embargo tiene que trabajar y soportar turistas. Lendínez tal vez trabara amistad con algún españolito de vacaciones por la zona. Lo mismo tomaron caipiriñas y hablaron de lo mal que está todo en España y que lo mejor sería volver. Lendínez el derrotado está libre acongojado. Tiene aún cuitas pendientes. Se le han ido años jóvenes en el infeliz extranjero. Le deseamos que escriba feliz ahora felices capítulos vitales.