Antes, los niños estaban empeñados en ser artistas; ahora, si usted tiene vástagos, lo más normal es que, parafraseando a Concha Velasco, le salgan un día con un: «Mamá, quiero ser activista». Desde fuera, la historia de Malala, la pequeña paquistaní que fue tiroteada por los talibán por defender la educación como arma de progreso para las mujeres, parece brillante, ilusionante, como todo relato bien construido, hasta el más nimio detalle; hasta el punto de que podría haberse convertido en la ganadora más joven del Premio Nobel de la Paz. Llegará el momento, seguro: la niña cimenta su prestigio poco a poco con discursos ante organismos internacionales llenos de futuros eslóganes -previstos como tales: díganme si no qué es algo como «Un niño, un profesor, un libro y un bolígrafo pueden cambiar el mundo»- lanzados en un más que correcto inglés y todo con una presencia, un rostro que siempre nos recuerda el horror del extremismo. Básicamente, es como si Anna Frank hubiera sobrevivido al nazismo y ahora escribiera bestsellers no póstumos.

Por supuesto que sé que más de uno y más de dos -también más de tres- van a tildarme de cabroncete por escribir así de una chavalilla que, además, como Malala, ha pasado las de Caín en su aún cortísima trayectoria vital.

Alguien tiene que hacer el trabajo sucio en esta sociedad, algún artículo tendrá que ser escrito para no tener 400 retuits. Pero es que yo no puedo dejar de pensar en el padre de esta niña, que de jovencito coqueteó con el islamismo más radical -sí: una hipotética versión paquistaní de Regreso al futuro podría ser la de la historia de una niña que vuelve al pasado para tratar de evitar que un loco asesine a su futura madre por llevar falda corta- y que luego se pasó al bando contrario.

Cuentan que el progenitor animó a la pequeña a participar en concentraciones políticas, cuentan también que la está tratando de convencer para dejar de querer ser médico y convertirse en una nueva Indira Gandhi o similares -vista la agenda de speeches de la señorita y leídas unas declaraciones en las que asegura que su objetivo es llegar a ser primera ministra de Pakistán, parece que el hombre ha sido convincente-, cuentan que el padre y su señora recibieron dos millones de euros como anticipo por la publicación de las memorias de la activista -los beneficios de escribir bestsellers no póstumos-.

Malala va por muy buen camino para lograr sus propósitos; preguntada por el «no» del Nobel a su candidatura para el premio de la paz, declaró: «El premio que tengo en la cabeza es ver a todos los niños yendo a la escuela». Dieciséis años nada más y una carrera meteórica; cuando cumpla dieciocho no va a poder votar€ va a poder votarse.

Defiende unas metas encomiables, faltaría más, pero yo sólo espero que los mismos que la alaban ahora no publiquen futuros reportajes sobre el pasado turbio de su hipotético novio, la cantidad de pasta que se gasta en pañuelos islámicos de Calvin Klein o que se destape que sus padres no metieron los dos millones del anticipo en la cuenta de ahorro de su chiquitilla, sino en negocios propios y turbulentos. Porque puede ser que el mundo, quizás más que nunca, necesite historias edificantes, personajes a los que admirar y concebir como ejemplos a seguir; o quizás lo que más necesitemos en estos momentos sea otra cosa, algo más de verdad, algo menos adornado y engolado en su presentación, vidas que parezcan menos biopics, menos eslóganes y menos espectacularidad. Más de esa otra cosa que ya parece que hemos perdido hace tiempo.