Hubo un tiempo en que los españoles soñábamos ilusionados con ser algún dia ciudadanos europeos. Franco , con su aplastamiento de la República y con su represión de cuarenta años, nos había arrinconado tras los Pirineos y para Europa no éramos más que un país africano, belicoso, reprimido y pobre. Llegó la democracia y se avivó nuestro deseo, nuestra vieja aspiración de pertenecer a la gran comunidad continental. Presentamos nuestros méritos, peleamos el ingreso y, al final, España alcanzó el gran objetivo con el que había soñado tantas décadas.

Al principio de nuestra incorporación, los españoles sentimos la beneficiosa protección de la Unión Europea. Y ahí están las grandes infraestructuras y el crecimiento de la nación.

Parecía que estábamos en el camino, porque con el esfuerzo de todos conseguimos crear un estado del bienestar, hasta hacer de España un país moderno, posicionado en el mundo, prestigioso.

Pero los nuevos señores de Europa fueron cambiando el rumbo de su política. Abandonaron todo vestigio de solidaridad con los más pobres, se olvidaron de que luchábamos por tener la mejor sanidad del mundo, la educación más progresista y dieron la espalda a las políticas activas de crecimiento para centrar sus objetivos en la sanguinaria recuperación de la deuda a favor de la Banca y de los especuladores internacionales, los mismos que derribaron nuestro bienestar social para enriquecerse ellos bestialmente. No salió bien la histórica estafa de Wall Street y la ruina diluvió sobre nosotros. Quiero decir sobre nosotros los más empobrecidos. Los ricos se han multiplicado (ahora hay cuarenta y siete mil millonarios más que hace un año y un millón de parados más) ), la Banca se traga todo nuestro dinero y el que le llega de fuera, que también es nuestro. Y ahora, el objetivo perseguido es privatizarlo todo.

Los señoritos que se hicieron con el control de Bruselas -ninguno de ellos elegido por el pueblo, sino impuesto ahí por dios sabe quién-, entre los cuales brilla el «socialista» español Almunia, decidieron seguir a rajatabla las órdenes directas de la muy poderosa Alemania, en la persona de su canciller, la dictadora Merkel.

Y ahí cambió radicalmente el espíritu de aquella Europa que ayudaba solidariamente a los países menos ricos y que se ha convertido en un zoco de avariciosos mercaderes. El único lenguaje cotidiano de esa gigantesca hidra burocrática de Bruselas es el económico. La palabra más empleada es mercado, la más olvidada es solidaridad. No quieren saber nada de hacer crecer la economía (salvo la alemana), sólo les preocupa sacarnos de los riñones los dineros que ni siquiera nos dejan generar, para satisfacer la insaciable voracidad de los oscuros dueños de los mercados.

Esta no es la Europa unida con la que soñábamos cuando llegaba la democracia. La han sustituido por otra Europa codiciosa, mezquina, alejada del pueblo y al servicio exclusivo de los ricos. Despreocupada por las desgracias que ocurren en sus países. Una Europa que se atreve a regañar a Italia tras la locura incontrolada de las pateras de la muerte, cuando debería ser Bruselas la que estableciera las medidas adecuadas para que esos pobres africanos no murieran ahogados en su intento inútil de encontrar en estas tierras el pan que no tienen en la suya.

La tragedia horrorosa de la isla italiana de Lampedusa nos pone los pelos de punta. Centenares de inmigrantes muertos o desaparecidos al naufragar una patera incendiada que transportaba más de quinientas personas apretujadas y sin alimentos ponen en evidencia la escasa importancia que le damos al drama de la inmigración.

Hasta pasados siete días, no he oído a nadie de los que mandan en esa partida de Bruselas preocuparse seriamente por lo ocurrido en Lampedusa, poner remedios urgentes, determinar normas, hacerse cargo de que países como Italia y España no deben ser los guardianes sin piedad que detengan en sus playas a los supervivientes de unos viajes alucinantes en los que mueren centenares de criaturas inocentes. Los inmigrantes buscan Europa. Y Europa debe solucionar ese gravísimo problema.

Me acuerdo de la ilusión que teníamos en aquel tiempo porque nos admitieran en una Europa que pretendía constituir una comunidad solidaria. Hoy, el sueño se ha desvanecido. No me gusta nada esta cueva de miserables a los que no les preocupa el dolor del pueblo.

No quiero ser europeo.

*Rafael de Loma es periodista y escritor

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