Estamos sentados, como quien dice, sobre un volcán. Me refiero al avance de la extrema derecha en el continente. Lo estamos viendo en la vecina Francia, con el ascenso imparable del Frente Nacional de Marine Le Pen. Lo vemos en Grecia con los fascistas de Amanecer Dorado, en Italia con la separatista Liga Norte, en los métodos del Gobierno húngaro. También en Bélgica, en Holanda o los países nórdicos.

Hay un resurgir por todas partes del nacionalismo, de un nacionalismo con ribetes xenófobos, evolución diametralmente opuesta a ese cosmopolitismo posnacional, a ese proyecto común europeo capaz de movilizar a sus ciudadanos, que tanto defiende Habermas.

Es una reacción ante las consecuencias negativas para muchos de la globalización. Una globalización que beneficia ante todo a las grandes multinacionales, que deslocalizan sus centros de trabajo en busca sólo de los mayores beneficios para sus accionistas sin preocuparse del paro masivo que dejan detrás.

Pero es, por otro lado, una reacción defensiva frente a la llegada de muchedumbre de inmigrantes económicos o refugiados que huyen de la miseria, el hacinamiento en los campos, la opresión y las guerras.

Víctimas de regímenes despóticos y ladrones, de conflictos irresponsablemente iniciados por nosotros para deshacernos de algún tirano antes aliado pero que nos ha salido de pronto respondón, de guerras civiles libradas con las armas que también nosotros suministramos, esos refugiados arriban a nuestras costas como los pecios del naufragio de un continente.

Y llegan en primer lugar a países duramente castigados ya por la crisis y el paro, países cuyas poblaciones ven disminuir rápidamente su nivel de vida y son terreno abonado donde germinan discursos que relacionan inmigración con inseguridad, delincuencia y abuso del Estado de bienestar.

La reacción de la izquierda es muchas veces de pánico pues es precisamente entre sus votantes tradicionales, que ven la llegada de esos inmigrantes como una competencia indeseada y una amenaza, donde más impacto tiene tal discurso populista.

Añádase a todo eso la insolidaridad y el egoísmo que han vuelto a enseñorearse de Europa y que se reflejan por ejemplo en el hecho de que los refugiados que llegan aquí sólo puedan solicitar asilo en el país que primero pisan, según se decidió en Dublín hace diez años.

Alemania no se beneficia así sólo de su lugar central a efectos de mercado, sino que, al estar rodeada de países comunitarios, no ha de "temer" la llegada directa de solicitantes de asilo a sus fronteras. Al menos la llegada legal porque las mafias se encargan luego, dinero mediante, de transportarlos hasta allí.

De ahí que algunas organizaciones humanitarias reclamen como primera medida que quienes logran llegar a Europa puedan elegir el país donde asilarse. Algo que, dicen, quitaría presión a los mediterráneos como Grecia, Italia o España.

Pero en ningún caso resolvería el problema, pues las causas profundas de ese movimiento masivo de seres humanos seguirían en pie.