Es tal el nivel de podredumbre en este país que se encargan de sacar a la luz nuestros medios todos los días que uno no sabe ya adónde mirar sin indignarse o llorar, según su estado de ánimo.

Da igual hacia dónde dirija uno su mirada, da igual el punto cardinal, invariablemente se topa con el mismo panorama: una espesa capa de corrupción parece cubrirlo todo.

Y a veces dan ganas de decirle a nuestros vecinos puritanos del Norte: Intervengan, pero de verdad, y háganlo cuanto antes porque no podemos seguir así.

Políticos de todos los colores, funcionarios y empresarios, dirigentes sindicales y banqueros, jueces, consultores y deportistas: ninguna profesión, ningún estamento o institución, ni siquiera las más altas, parece salvarse.

Y por si fuera poco, la reacción de quienes son presentados ante la justicia, cuando ésta finalmente actúa, es siempre la misma: Yo no fui. No se me informó. No me preocupaba de esas cosas. No eran de mi competencia. Fueron otros. O también: se trata de una caza de brujas. Se demostrará mi inocencia.

Ni un solo signo de humildad, ni el más mínimo gesto de arrepentimiento. Y, por supuesto, ni una sola intención de dimitir para salvar al menos la cara del partido o de la institución porque como explicó cierto alcalde andaluz tras su condena, «dimitir sería de cobarde».

Hemos asistido atónitos últimamente en juicios como los del caso Malaya, en Andalucía, o el Fabra, en Castellón, pero también en los que han tenido lugar en Galicia y otros lugares, a exhibiciones de chulería y desvergüenza indignas de quienes ocupan cargos públicos y supuestamente nos representan.

Gentes que se han dedicado a ordeñar, hasta dejarla casi seca, a la vaca del Estado, de un Estado del que se han aprovechado mientras despotricaban irresponsablemente contra él.

Tipos incultos y groseros, enriquecidos de la noche a la mañana hasta extremos increíbles gracias a sus amistades y contactos y que se han dedicado luego a poner el dinero ganado a buen recaudo en Gibraltar, Suiza o cualquier isla del Caribe para evadir impuestos.

Sujetos que no dudaban un momento en tirar de sus tarjetas de crédito de supuesto uso oficial para invitar a sus amigos a mariscadas o que se dejaban sobornar por unos empresarios tan vulgares como ellos a base de trajes o carteras de cuero.

Tipos de gafas oscuras y ademanes de perdonavidas que no desentonarían en una reunión de la mafia siciliana.

Individuos que no han tenido el mínimo empacho en desviar hacia cuentas privadas dineros públicos destinados a parados, a inmigrantes, a minusválidos u otros necesitados.

La lista parece interminable. Y es tanta la pestilencia que despide a veces este país que uno quisiera darle la espalda para siempre si no le retuviera la gente con la que trata diariamente: gente sencilla, cumplidora y honesta, gente sufridora hasta lo indecible. ¿Hasta cuándo seguirá soportando?