La tarde que llegué al antiguo albergue de Pamplona, situado junto a la iglesia de San Cernín, un pesado sopor abrumaba el cielo del verano. Era el calor seco que despide la fatiga de los exámenes y anuncia los festejos de San Fermín con el consiguiente gora al santo y a la ciudad. Al cuidado del albergue estaba un peregrino legendario, Patxi Sanjuán; y digo legendario porque ya entonces, a mediados de los noventa, había recorrido el Camino Francés una decena larga de ocasiones. A menudo pienso de qué modo la dicha o la desgracia se entrecruzan en nuestras vidas, como impulsadas por un sencillo golpe del azar, por un hecho fortuito que determina la orientación del destino. La mayoría de mis amigos se habían despedido ya y quedábamos sólo cuatro estudiantes que dependíamos del enlace aéreo con Madrid o con Barcelona; en total uno o dos días más. Era un mundo previo a internet y, por tanto, sin acceso a la gran nube de la información tal como se concibe hoy. La radio era un dial de RNE (Radio 2 o Radio 3, según los gustos musicales) y el teléfono un lujo semanal que contrastaba con la actual hiperconectividad del WhatsApp. Cuando pienso en aquellos días, me doy cuenta de que el tiempo desdibuja la letra pequeña de nuestras vidas, dejándonos en trueque el telar de la memoria. Recuerdo, por ejemplo, el calor de finales de junio y también el tedio, pero no los motivos que me impulsaron a acudir al albergue de San Cernín. Yo no tenía ni veinte años y ese verano me tenía que ir al extranjero.

Patxi estaba sentado en su despacho al final de un largo pasillo invadido por las literas. Allí sellaba credenciales, atendía a los peregrinos y curaba las llagas de los pies, si era menester. Hablamos hasta que cerró el albergue, cuando la noche ya transparentaba el silencio de la calle: él se iba al Perú y yo, en diez días, a Santiago; el tiempo justo para decirlo en casa y comprar un billete de ida y vuelta. Sostiene Malcolm Gladwell que conviene fiarse de los impulsos (y de la primera intuición) más que de los resortes lógicos de la razón; y aunque confío poco en la psicología pop del ensayista del New Yorker, debo reconocer que en este caso sí lo hice. Compré la mochila, las botas, la cantimplora y una pastilla de jabón Lagarto. Me corté el pelo al cero y me prestaron un saco. El autobús me llevó hasta Roncesvalles, donde cené un bocadillo de lomo con pimientos. Recibí la bendición milenaria del códice calixtino y escuché los diálogos entrecortados de los peregrinos que llegaban de Francia. Esa noche llovió sin cesar, pero la mañana se levantó esplendorosa. La primera persona con la que hablé fue una brasileña que aseguraba ser hermana del escritor Paulo Coelho. Nunca supe si mentía. En mi higiene de primera hora -crema solar en brazos, piernas y cara; Vicks VapoRub en los pies- olvidé protegerme las orejas. Por la tarde, el sol ya las había quemado. Así aprendí que los errores nos enderezan.

En el albergue de San Cernín, Patxi Sanjuán me explicó que el Camino de Santiago funciona como una metáfora de la vida, con su alternancia de ingenuidad, ilusión, sinsabores, dudas y esfuerzo continuo de superación. Al igual que sucede en la estructura mítica de los relatos, la flecha del tiempo apunta hacia la muerte (el sepulcro en Compostela), que es también el momento del juicio. «¿Qué has hecho con tu vida, Seamus?», era la pregunta que se repetía a diario el poeta y nobel irlandés S. Heaney, como una oración que nos situara ante un espejo. Creo que el milagro del Camino -si existe algo que podamos llamar tal- se condensa en esa metáfora del espejo y en el andamiaje de preguntas y respuestas que desvela: ¿qué hago yo aquí? ¿Por qué me esfuerzo? ¿Con quién? Son interrogantes que nos afectan a todos y cada uno de nosotros, pero cuya repercusión es universal. Tal vez, la gran lección del Camino sea ese acto de responsabilidad.