Con el populismo la derecha se podría hacer un patronímico del mismo modo que a los pelmazos o plomos les viene como a un guante apellidarse Plómez, u otros son Fernández o Martínez. El populismo en política es, además de peligroso, muy pesado. En la actualidad, la extrema derecha y la derecha extrema, y el nacionalismo lo están utilizando con insistencia sañuda para hacerse con los votos del desencanto. No es nada nuevo; sin embargo, la estratagema sigue funcionando como una escoba que barre de indignados las calles y las plazas pese a sus terroríficos resultados. Traer los casos a colación, aunque sólo fuera de forma enunciativa y ciñéndose a los ejemplos más cercanos, sería remontarse a la historia más negra del pasado siglo en Europa.

Ya digo, el populismo es una auténtica lata, además de una máquina de atrapar incautos, pero tiene sus adeptos. Muchos. A los habituales que habitualmente se dejan engatusar por los cantos de sirena se suma ahora una legión de desencantados que buscan fórmulas para suplir el desapego hacia los partidos de siempre. Fuera de los parlamentos e incluso dentro de ellos. De manera incansable. En Francia, en Bélgica, en Grecia, en Dinamarca, en Italia, en Finlandia, en Austria, en Asturias, en todos lados se persigue el fin de Weimar.

El huevo de la serpiente anida en los lugares más insospechados, en una voz más alta que otra, en un mensaje oportunista reiterado, en el fulanismo, en el liderazgo con ínfulas, o en el político momificado que se presenta ante los electores como si fuese la solución a sus problemas: el hombre providencial, el salvador de la patria, la grande o la pequeña. Para hacerse un hueco en este batallón de la infamia no hace falta gran cosa, basta con emplear los ardides más sucios, mentir o invocar arteramente los sentimientos confundidos o castigados. Los populistas suelen contradecirse una y otra vez; se han escudado tanto en una cosa y la contraria que les resulta imposible circular por la política con cierta coherencia y honradez. Pero, así y todo, siguen pescando descontentos para devolver intolerancia y aún más frustración. Siempre ha sucedido así.